Sinestesia. Capítulo XIII: Una herida

Capítulo XIII: una herida

Se despertó pronto. La luz en junio aparecía temprano y esa noche había dormido al raso. Según sus cálculos era 23 de junio de 2026, víspera del segundo día de San Juan de la era post katakroker. En otro tiempo hubiera ido de fiesta con el Pipas y Jose (con acento en la “o”). Les encantaba ponerse hasta el culo de vinos y saltar la hoguera —milagrosamente, nunca habían caído en una pese a ir como piojos— pero ese día tendría que conformarse con hacer una pequeña para su propio uso y disfrute. Estaba muerto de hambre, necesitaba cazar o pescar o arrancar algo, así que se levantó, notando el quejido de su espalda, y se preparó para buscar comida. Luego seguiría andando y esa noche buscaría un lugar escondido para celebrar su noche mágica. Yupi.

Después de un rato buscando sin resultado, escuchó algo. Eran pasos, sin duda, así que se escondió. A unos cincuenta metros, pudo ver a un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, bajito y posiblemente rechoncho en otro tiempo —el katakroker había acabado de un plumazo con el problema de la obesidad— que iba cargado con una cabra. Una. Puta. Cabra. Dios mío —pensó— y empezó a salivar pensando en una pata de cabrito asado, plato favorito de su padre y que en tiempos siempre estaba en la mesa de Nochebuena. Le vino a la cabeza una cancioncilla tonta que cantaba de niño en el cole.

—La cabra, la cabra, la puta de la cabra, la madre que la parió, ¡Eh!, yo tenía una cabra que se llamaba Asunción, y me la voy a jincar. Chim. Pún —canturreó en voz baja—. Esa cabra va a ser mía. Ya lo creo joder. Tú no la necesitas, rechonchito —dijo susurrando con lujuria. Le siguió con la mirada y cuando consideró que era seguro, empezó a andar. Después de unos minutos divisó una cabaña pequeña, rodeada de maleza, casi oculta, y vio cómo el hombre se metía en ella.

—Hostia puta, no me lo puedo creer. Cabrito asado y chalet de lujo en el mismo día. Te ha tocado el Euromillón de los cojones, Anselmo.

Miró hacia el cielo. Más o menos era mediodía, así que había mucha luz, pero el hambre y la posibilidad de dormir bajo un techo fueron más fuertes que la prudencia. Se acercó con sigilo y pudo ver que la cabaña era mucho más grande de lo que parecía. De hecho, era un chalet bastante grande, posiblemente una residencia de verano para millonetis de la antigua España, pero los matojos habían ocultado casi todo. Levantó el fusil y entró. Dentro estaba oscuro así que se podía ocultar bien y sin duda tenía a su favor el factor sorpresa. No vio a nadie, así que siguió avanzando. La habitación por la que había entrado era una especie de recibidor —o hall, como lo llamaba su madre— que tenía puertas en las tres paredes. A la izquierda, una cocina destartalada. A la derecha, un salón con un sofá, dos sillones y algún cuadro de caballos en la pared y a un lado, unas escaleras para subir al piso de arriba, probablemente lleno de dormitorios. Las ventanas estaban cubiertas por maleza y entraba poca luz, pero al fondo, había otra puerta que daba al exterior, posiblemente a un jardín. Quizá con piscina y barbacoa. Planazo. La luz que entraba por esa puerta creaba un espacio tétrico, con sombras extrañas, que le deslumbraba. Le recordó a la cortinilla de aquel programa de los ochenta que dirigía Chicho Ibáñez Serrador. Casi podía oír los timbales y ver los dos rombos, arriba a la derecha. Era muy joven y en el ochenta y dos emitieron solo cuatro capítulos, pero nunca los había olvidado. Oyó voces… el hombre estaba detrás de esa puerta, preparando una hoguera, su hoguera, y se le veía contento, canturreaba. No te jode —pensó Anselmo— con el festín que crees que te vas a dar, ya puedes estar contento…

Levantó el arma, dispuesto a pedirle amablemente que se fuera a tomar por culo o le pegaba un tiro—no iba a compartir esa cabra, eran ya tres días sin probar bocado, pero tampoco quería matarlo si no era necesario— y de pronto alguien a su izquierda dijo:

—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí? —por puro instinto, Anselmo giró noventa grados y disparó hacia la oscuridad. Había disparado al supuesto estómago de un adulto, pero los adultos no miden un metro de altura, así que lo que hizo en realidad fue volarle la cara a un crío de diez años. Anselmo se quedó paralizado. No podía creerse lo que acababa de pasar. No puede ser —pensó— no, no, no, no, no…¡NO! De pronto escuchó un grito; era el hombre que venía desde el jardín.

—¡JAVIEEEEER! ¡Oh, Dios, nooooo!

Anselmo, con la adrenalina saliéndole por las orejas, volvió a girar en dirección al jardín y vio al hombre corriendo en su dirección gritando el nombre del que, casi con toda seguridad, era su hijo. Dudó. Joder, ese hombre solo quería dar de comer a su hijo, pero ahora ya no era un hombre, era una bestia herida, y las bestias heridas —y con un hijo recién asesinado— son las más peligrosas. ¿Y si solo iba a abrazar a su hijo, a despedirse de él? ¿No era acaso humano darle por lo menos ese pobre privilegio? Pero no podía arriesgarse. No podía bajar la guardia. Así que después de una duda que le abrasó por dentro, disparó de nuevo. Esta vez sí, a la altura del estómago. La peor muerte por herida de bala que puede existir. El hombre cayó al suelo, con las manos puestas en el abdomen, sangrando por la boca y diciendo una única palabra.

—Ja…vier… Ja… vier…

Anselmo cerró los ojos. ¿Qué he hecho? —pensó— ¿Qué hostias he hecho? Y entonces gritó con toda la fuerza que encontró.

—¡JODEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEER!

Dejó caer el fusil. El hombre seguía ahí tirado, moribundo, pero sin marcharse, como anclado a este mundo por un hilo invisible. O no tan invisible —pensó— un hilo de diez años, joder. Acababa de matar a un crío de diez años y a su padre, que solo quería darle de comer. ¿En quién coño se había convertido? ¿En qué coño se había convertido todo? Escuchar los gemidos de ese pobre hombre llamando a su hijo una y otra vez le estaba rompiendo por dentro. Así que se agachó, cogió de nuevo el fusil y sin pensárselo dos veces le descerrajó un disparo en la cabeza. 

Silencio.

Volvió a gritar, esta vez sin decir una palabra. Solo un grito de furia y desesperación, de ira contra él mismo. Notó un retortijón y un dolor fuerte en el estómago que le hizo doblarse. Vomitó sobre los pies del hombre. Necesitaba aire, luz. Salió al jardín. Allí estaba la cabra, esperando a ser dividida en trozos manejables para el asado. Y la hoguera, a medio hacer. Y a un lado, en una mesa verde de plástico de Seven-Up junto a dos sillas viejas de madera, un juego de mesa de viaje de Hundir la flota, con una partida empezada. Era el juego favorito de Bea y él cuando eran pequeños; se turnaban para jugar con su padre, al que siempre ganaban porque ya fuera uno u otra, se ponían detrás de él para enviar al otro la ubicación de los barcos mediante notas musicales con un sistema que ellos mismos habían creado. Su padre jamás supo cómo lo hacían. Anselmo rompió a llorar. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Una cena justificaba esa barbarie?

Una cabra.

La puta de la cabra.

La madre que la parió.

Yo tenía una cabra que se llamaba…

Javier.

Su mundo ahora era una cabra. Nada más. Cuando se hubo desahogado, se la echó encima y se marchó. Hoy dormiría otra vez al raso. Y cenaría carne caliente.


ESTE ESCRITO ESTÁ INSRITO EN EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL DE LA RIOJA CON NÚMERO DE EXPEDIENTE 00765-02785891

Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.

Si estás leyendo esta novela y te está gustando. Por favor, comparte. Me ayuda mucho.

Y gracias por leerme.

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Gonzalo Villar | Piano - Teatro - Ciencia
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