Caminaron una hora aproximadamente. Anselmo llevaba una capucha así que no tenía ni idea de dónde estaba, pero había ido bordeando el río hasta llegar a Koldo, así que supuso que seguirían la misma ruta. Al fin y al cabo, su destino era Milagro. En el camino no hablaron —Koldo iba detrás, sujetando una cuerda que le ataba por la cintura, aunque sin apretarle— así que aprovechó para ordenar sus ideas. Primero, no tenía ni idea de si su hermana estaba viva. De vez en cuando probaba a enviar algún mensaje pero no había obtenido respuesta, cosa que le inquietaba. Segundo, le parecía demasiada coincidencia que el viejo le dijera precisamente “Milagro”. Igual no estaba tan loco como parecía. Lo que le llevaba al punto tres: ¿Poderes? Venga, hombre, no me jodas. Es cierto que quizá él fuera la persona menos indicada para dudar, pero en toda su vida había conocido a nadie que tuviera… cualidades. Por lo que él sabía, Bea y él eran los únicos bichos raros del mundo que podían hacer ese tipo de cosas —jamás les hubiera llamado poderes— pero ahora todo era distinto…
Estaba Koldo, que decía que sabía si alguien decía la verdad. Podía ser intuición, desde luego, pero la forma en que lo explicaba se parecía mucho a cómo él sentía la música. Estaba el viejo y su “se metieron en mi cabeza” y estaban las leyendas que habían empezado a correr… ¿marketing postapocalíptico? Quizá. Desde luego, si había alguien que podía meterse en tu cabeza y leer tus pensamientos estaba completamente jodido: su única esperanza era que no supieran sus motivos. Sin embargo, como tampoco podía hacer nada al respecto, no le dio más espacio a esa idea. Cuando llegara el momento, ya vería que hacía. Por fin, Koldo le mandó parar.
—Vale, chaval. Hemos llegado.
—No me has preguntado mi nombre.
—Pues une los puntos. Por algo será.
—¿Puedo quitarme la capucha? Estoy incómodo de cojones.
—Sí, quítatela. Ya no hace falta.
Anselmo obedeció y vio que estaban en una zona boscosa, cercana al río, casi con toda seguridad el Ebro.
—¿Dónde estamos?
—Cerca de Azagra, en la margen navarra. Estamos a unas tres horas a pie de Milagro. Aquí tú y yo nos separamos. Esto es lo que vamos a hacer. Voy a dejar tu rifle en el suelo; está descargado. También la mochila. He metido una botella de infusión de menta. No te dará para mucho, pero mejor que no te cagues si te vuelven a pillar. Bueno, mejor que no te pillen. También te he puesto algo de munición y una lata de berberechos; los odio con toda mi alma. Luego me alejaré y te estaré apuntando mientras coges todo y te vas a tomar por culo. Si te das la vuelta, te disparo; si hablas, te disparo; si corres, te disparo. ¿Correcto?
—Absolutamente correcto.
—Muy bien, pues a ello.
—Una cosa.
—Joder, te he dicho que si hablabas te disparaba.
—Ya, pero aún no has dejado mi rifle en el suelo, así que técnicamente todavía puedo hablar.
—Empiezas a tocarme los cojones.
—Ya, bueno. Necesito algo más que lo que me has dado. No puedo acercarme allí sin más, las probabilidades de que me maten sin darme tiempo a decir esta boca es mía son casi del 100%. Dame algo, un modo de entrar, una zona con poca visibilidad… algo, lo que sea.
Koldo se quedó quieto, pensando. Anselmo llevaba muy mal los silencios, así que abrió la boca para hablar, pero antes de decir nada, Koldo levantó la mano para hacerle callar.
—Cállate. Eres muy molesto. —Hizo una pausa y prosiguió—. Entrar en Milagro es imposible, así que creo que tu única opción es dejarte coger. Si te pillan intentando entrar, es muy posible que ni te pregunten, pero si estás merodeando por los campos cercanos, es posible que te vean desde las torres de vigilancia y entonces podrías tener una oportunidad. Ángel vive en el pueblo, en una antigua casa rural de color amarillo. Cuando yo estaba allí tenían grupos electrógenos y gasolina, así que verás luces, pero te aconsejo que cuando hagas el paripé lo hagas a plena luz del día. Hay un polígono industrial; ahí guardan vehículos, armas, alimentos… de todo. Lo guardan como oro en paño. Hay torres de vigilancia y guardias apostados con fusiles de asalto. No hay zonas de baja visibilidad ni poco vigiladas. No te voy a engañar, creo que te van a matar a la primera de cambio, pero si sigue sin importarte, no veo dónde está el problema. Dime, ¿sigue sin importarte que te maten?
—Sí, diría que sí. —Se quedó pensando— Sí, confirmado, me la suda.
—Correcto.
Anselmo rio, con esa risa que surge cuando uno se ríe de un chiste propio.
—¿De qué hostias te ríes?
—Nada, nada, joder. Me hace gracia tu muletilla.
—¿Te meto una bala en la puta cabeza?
—Vale, vale, joder, qué carácter. Pensaba que nos habíamos hecho amigos. Soy gracioso, ¿no?
—Los cojones se me ríen.
—Vale, lo pillo. Me voy. Gracias por la ayuda. Cojo el rifle, la mochila y me piro. No me giro, no corro, no hablo. Todo correcto.
Koldo le miró con cara de asesino en serie. Anselmo se asustó un poco, pero si no le había matado y se había tomado tantas molestias no lo iba a hacer ya. Sin embargo, decidió no tensar más la cuerda.
—Pues ala, a tomar por culo.
Anselmo sintió el irrefrenable deseo de hacer una réplica. Se le ocurrían millones de comentarios ingeniosos… pero le apuntaban con un arma, y tenía que pensar en Bea. Koldo dejó el rifle y la mochila en el suelo y se alejó unos metros.
—Quítate la cuerda y déjala en el suelo. Coge tus cosas, y pista.
Anselmo obedeció dócilmente. Se puso la mochila, cogió el rifle, y empezó a andar. En el fondo, le daba pena. Llevaba cuatro años solo y hablar con alguien resultaba maravilloso. No era consciente de lo agradable que es conversar, aunque sea con un tío desabrido y con un arma apuntándote todo el tiempo. Milagro quedaba a tres horas a pie, pero no iba a ir sin más. Se acercaría con cuidado y pensaría bien cómo plantear su “captura”.
Empezó a caminar y vio algunos edificios cercanos que presentaban buen estado. Es curioso cómo es el fin del mundo. Las bombas habían caído en las principales capitales, así que Anselmo calculaba más o menos que el 50% de la población española se había volatilizado en segundos. En las horas y días siguientes, cayó un 15% más, fruto de los incendios, derrumbes y turbas. En los meses que siguieron, un 20% murió a causa del frío, las enfermedades y la violencia. Esto, suponía Anselmo, se podía extrapolar al resto de países. Se perdieron infraestructuras, comunicaciones, centrales eléctricas, hospitales y por supuesto, administraciones. En cuestión de días se volvió a la Edad Media —estaba pensando en armarse caballero—. Sin embargo, las ciudades pequeñas como Logroño y el entorno rural habían quedado menos expuestos y la poca población que quedaba se había trasladado allí. Cuando la nube de polvo y el frío arreciaron, llegaron el hambre, la sed y el aumento exponencial de riesgo de contraer un cáncer. Anselmo no sabía cuántas horas había permanecido inconsciente en el parking de Madrid ni se explicaba cómo había sobrevivido sin un rasguño, pero esas diarreas y dolores de estómago no le daban muy buena espina. Como tampoco tenía un oncólogo cerca, no le daba muchas vueltas. Su puto pragmatismo postapocalíptico funcionaba como un reloj suizo. En estas divertidas disquisiciones andaba cuando sintió cómo su pie era atrapado por algo y se vio arrastrado hacia arriba. En unos segundos estaba, por segunda vez en dos días, colgado bocabajo a dos metros de altura. Ahora solo le faltaba cagarse encima.
—¡Venga, hombre, no me jodas!¡NO ME JODAS!
Si buscas la palabra gilipollas en el diccionario sale mi cara —pensó Anselmo con furia desmedida hacia él mismo—. ¿Se podía ser más tonto?. Anselmo no se lo podía creer. Otra vez colgado como un jamón en un secadero a merced de cualquier loco, y además tan cerca de Milagro, que según le había contado Koldo era una especie de ciudad del mal. Si volvía a cargarse encima ya era para sobresaliente cum laude en el arte de ser un pringao. Intentó mirar a su alrededor, pero estando colgado no era fácil controlar el giro. Aunque no tuvo que esperar mucho… los creadores de la trampa no andaban lejos…
—¡Anda, mira tú, carne fresca! —dijo una voz joven y alegre.
—Joder, no entiendo cómo aún sigue cayendo la peña en estas trampas. ¡Eh, tú! ¿Eres idiota, o algo? —dijo otro, algo más mayor, o eso creía porque aún no los había visto. Entonces entraron en su campo de visión: eran tres, uno joven, de unos veinte años, que era el que había hablado primero y los otros algo más mayores, de cuarenta o cincuenta, quizá; iban armados y vestidos como militares. No podía ver mucho más estando en esa posición.
—A ver, tontico, ¿de dónde has salido, si puede saberse? —dijo de nuevo el joven. Anselmo no contestó. No tenía ni idea de quiénes eran ni de dónde venían. Si eran de Milagro, por lo menos estaba cerca de su objetivo. Pero vinieran de donde vinieran… estaba bastante jodido.
—¡Contesta, hostia! — dijo el que no había hablado, golpeando a Anselmo en un costado con su fusil y haciendo que gritara por la sorpresa y el intenso dolor.
—Estoy… de paso. No quiero problemas, de verdad. Ven… vengo de Logroño y estoy yendo hacia el este… Dicen que hay comunidades seguras por ahí.
—Anda, un riojano —dijo el joven—. Me caen de culo los riojanos. Entonces le dio con el fusil en el otro costado. Anselmo casi se desmayó del dolor. Si le seguían golpeando así, podían romperle el bazo o hacerle alguna hemorragia interna. Mal plan.
—¿Conoces el juego de la piñata, riojanico tontico? —dijo el primero que le había golpeado, el que menos había hablado, pero que parecía el líder—. Hace mucho que no jugamos a la piñata, ¿verdad Damián?.
—Sí, ya hace tiempo, sí. Con lo bonito que es, y lo que me recuerda a la infancia —dijo el tal Damián, el joven. El “líder” volvió a hablar, con voz cadenciosa y artificialmente amable.
—Mira, por si no lo sabes, te lo explico. La piñata es un juego muy divertido que se les hace a los niños en su cumple. Se cuelga una caja de cartón o algo fácil de romper y se llena de chucherías. Entonces, uno de los niños, con los ojos cerrados, golpea la piñata hasta que caen los caramelos y todos se abalanzan a coger uno. Es súper divertido. ¿Lo conoces, riojanico tontico?
—Sí, lo conozco —dijo Anselmo, uniendo los puntos y adivinando lo que se le venía encima.
—Bien, pues ahora viene la sorpresa: ¡Tú eres la piñata y tus sesos los caramelos! —los tres empezaron a aplaudir y a gritar—. Entonces, ¿qué, jugamos?
—Que os follen. —En cuanto lo dijo, supo que la había cagado. No tenía ni idea de las veces que, viendo una película, había pensado “tío, no te pongas chulo, que te vas a ganar una paliza”. Y a la primera de cambio, zasca: el orgullo de machote y la testosterona acudiendo en su ayuda.
—Anda, nos ha salido juguetón, el riojanico tontico, —dijo Damián, utilizando el mismo término amistoso de su jefe, mostrando sin tapujos que era un pelota— ¿le damos un correctivo, jefe?.
—Vamos a hacer una cosa —dijo el líder—. Tenemos la piñata corta y la piñata larga, la más divertida. El riojanico tontico se ha ganado la versión larga. ¿Lo ves? Podrías haber tenido una muerte más rápida y ahora vas a pasar un ratico desagradable y muyyyy largo. Jose, busca unas ramas, largas ya sabes, vamos a divertirnos.
El tal Jose —con acento en la “o”— se alejó con una sonrisa lasciva en la cara. Por lo que se ve, reventarle la cabeza a golpes de rama de árbol a un tío colgado boca abajo le producía placer. Lo bueno es que por lo que había dicho Koldo, esta gentuza podía venir de Milagro. Esta forma de morir no la había visto Anselmo en sus libros o series, pero estaba seguro de que iba a ser muy jodida. Piensa, Anselmo, se decía, pero sin poder hacerlo ante el terror que estaba empezando a sentir. Por otro lado, si volvía a escuchar “riojanico tontico” iba a volverse loco. Una cosa estaba clara: premio Nobel de física no iban a ser, lo cual ponía las cosas aún peor. Negociar con un tonto es mucho más difícil que con alguien inteligente. Los tontos no razonan; siguen sus impulsos y son impredecibles. El tal Jose no llegaba y la espera se le estaba haciendo insoportable. Resulta paradójico cómo funciona el cerebro cuando el terror inunda tu sistema nervioso. Por fin apareció con tres ramas de unos dos metros. La idea, había deducido Anselmo, era darle golpes en la cabeza con ellas hasta que muriera, pasando por un martirio que solo pasaría si perdía el conocimiento. Pensó en darse un puñetazo, o incluso en cagarse encima. ¿Acaso alguien, en alguna película o novela se había cagado encima para evitar su muerte? Él, desde luego, no lo recordaba. Probablemente porque no era muy propio de héroes y no quedaría bien en pantalla, pero no era mala idea desde un punto de vista lógico: ¿Quién iba a golpear a alguien manchado de mierda fresca? Sonrió en su mente. Bendito humor, analgésico y antiinflamatorio. Acto seguido decidió que su dignidad estaba por encima de su instinto de supervivencia, algo desentrenado últimamente. Entonces el jefe dijo:
—Venga, Damián, haz los honores. Como si fuera tu cumpleaños.
—Preparados, listos… ¡YA!
Entonces Jose, que estaba fuera de su campo de visión, le dio un golpe con la rama que le hizo marearse del dolor. Le alcanzó en el cuello y parte de la cara. Un latigazo que le bajó —o más estrictamente, le subió— por el hombro, la axila y el costado. Ese hijo de Satanás había sacudido con toda la fuerza de la que era capaz. Los tres psicópatas gritaban con euforia.
—¡Jose, cabrón, te has adelantado!
Entonces Damián, frustrado por haber perdido la oportunidad de demostrar su fuerza en primer lugar, le dio un segundo golpe con saña, esta vez en la parte de atrás de la cabeza. Sintió como la sangre le manaba del cráneo y estuvo a punto de perder el conocimiento. Y entonces, cuando ya estaba a punto de aceptar que iba a morir entre terribles sufrimientos, rogando por perder el sentido, recibió un mensaje. Azul cobalto. Bea ¡Joder! Y entonces, se le ocurrió.
—Ten… tengo…
—¿Qué cojones dices, riojanico tontico, ahora ya no quieres que nos follen eh? Los que te vamos a follar somos nosotros —dijo Damián, casi susurrando de placer—. Iba a darle el tercer golpe, cuando Anselmo consiguió decirlo.
—Tengo poderes.
—¿Qué has dicho? — dijo el líder.
—Tengo poderes. Tengo poderes. —Empezaba a acusar la sangre acumulada en la cabeza a causa de la gravedad.
—¡A la mierda, le doy! —dijo Jose, pero no llegó a hacerlo porque el líder le bloqueó el brazo.
—¡Quieto gilipollas! —gritó el líder. El jefe ha dicho que si encontramos a gente con poderes la tenemos que llevar viva. Sin excepción.
—¿Dónde… dónde me lleváis? —dijo Anselmo, con la vaga esperanza de obtener la palabra mágica.
—¿Y a ti qué cojones más te da si acabas de librar de puto milagro? —esa palabra le pareció a Anselmo una verdadera señal.
—Curiosidad.
—Los tiene bien puestos, el riojanico tontico —dijo el líder del grupo, que luego se quedó callado unos segundos, pensando—. Te llevamos a nuestra comunidad… El Milagro. Un lugar donde los sueños siempre se hacen realidad. ¿Tienes sueños, riojanico tontico? Bah, me la suda. Jose, bájalo.
Entonces Jose cortó la cuerda y Anselmo, de nuevo, cayó al suelo. Y aunque el trayecto fue corto y al acabarlo perdió el conocimiento, lo hizo contento y con una leve esperanza enraizada en su cerebro: Milagro.
Y a ser posible, no cagarse encima.
Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.
Si estás leyendo esta novela y te está gustando. Por favor, comparte. Me ayuda mucho.
Y gracias por leerme.