Anselmo despertó en una sala de hospital. Un hospital pre-katakroker, o eso le pareció a primera vista. Tenía una vía en el brazo y un gotero a su lado, con una bolsa de algún tipo de medicamento. ¿Antibiótico? Puede. Aunque lo más probable es que estuviera soñando y ese gotero tuviera cerveza o blandiblú o sangre de elfo. A saber. Se encontraba mareado y agotado más allá de lo razonable. Pero olía a hospital. Ese olor mezcla de yodo y lejía que lo impregna todo. Joder, qué sueño más vívido. Miró a uno y otro lado y entonces notó que tenía un aparatoso apósito en la cara. Claro, Amador y su amabilidad legendaria. Pues va a ser que no es un sueño —pensó, empezando a acostumbrarse a estas nuevas “comodidades” como si no hubiera habido un Holocausto nuclear. Entonces, de pronto, recordó… ¡Bea! Se levantó de la cama, gritando, aunque apenas podía mantenerse en pie y se cayó. Alguien le ayudó a levantarse y le volvió a tumbar en la cama.
—Calma, calma. te hemos puesto un sedante y analgésicos. Descansa un poco y luego podrás hablar con don Ángel —dijo una voz dulce y femenina. Dulce y femenina… hacía mucho que no escuchaba una. Volvió a dormirse.
Cuando despertó de nuevo, volvió a levantarse para ir a ver a su hermana, si es que estaba allí. Esta vez estaba más fuerte y se pudo mantener en pie, pero un Miura de quinientos kilos, cabeza rapada y arma en ristre le mandó de vuelta a la cama, esta vez sin delicadeza alguna. Muchas molestias para un pobre convaleciente. Decidió parar y pensar. Estaba en la cama de un hospital. Le habían molido a palos y estaba agotado. Necesitaba descansar, recuperarse. En ese momento recordó las películas —esas cosas que se hacían antes para entretener a la gente que no tenía problemas de verdad— y cómo el prota, cuando más jodido estaba decía aquello de “¡No tengo tiempo de descansar!” y, hecho unos zorros, seguía con su misión, con fuerzas renovadas, sacadas de Dios sabe dónde, y la voluntad férrea de hacer lo correcto, cosa que iba a hacer, seguro. Pero la realidad, la puta y cruda realidad, es que dos veces lo había intentado, como los protas, y dos veces le había salido rana. Tal y como estaba poco podía hacer para encontrar a Bea, así que aprovechó para poner en orden sus ideas: hasta ahora, la información de Koldo había sido absolutamente correcta. Estaba en Milagro, o El Milagro, como lo llamaban todos (ese simple “El” daba mucha grima), una comunidad perfectamente organizada y que disponía de un ejército o, por lo menos, un grupo de personas extremadamente violentas, y por lo que había podido comprobar en sus propias y molidas carnes, bastante sádicas.
Aparentemente, El Milagro estaba gobernado por un líder con poder absoluto, el tal Ángel Martínez. Y lo poco que había tratado con él no cuadraba con lo que Koldo le había contado. Encantador, amable y portador de la cerveza única. Con esos mimbres, podría amarlo locamente por siempre jamás. Pero no. No se lo tragaba. Ni de coña. El tal Ángel era un hijo de la gran puta con todas las letras. En Arial 200. Y por lo que él sabía, responsable de la muerte de su madre. Pero aún no podía darle matarile. Paciencia.
Bea era su prioridad, pero no se quitaba de la cabeza a la gente del polígono industrial. Famélicos, sin luz en los ojos, muertos en vida… y ese humo negro. Sintió un escalofrío al pensar en lo que aquello evocaba. Deseó estar equivocado, pero le recordaba demasiado al famoso “Die arbeit macht frei” que tan grabado se le quedó en su visita a Auschwitz años atrás. Si estaba en lo cierto, aquello era mucho peor de lo que Koldo le había dicho. No obstante, era una cuestión que no podía abordar. Tampoco quería. Sí, era atroz, pero por lo que a él respectaba, solo tenía recursos para salvar a su hermana y vengar a su madre. Cada perro que se lama su cipote y tal. De nuevo, la voz cálida y femenina, le sacó de sus cavilaciones.
—Hola Anselmo, ¿cómo te encuentras?
—Ah, hola. Bien, supongo… me duele la cabeza y tengo la boca seca. Y ese animal me ha hecho daño.
—Ya, lo sé. Don Ángel se toma muy en serio tu seguridad y recuperación. Es normal. Te han operado la nariz, la tenías rota. Y tienes varias contusiones, alguna de ellas en la cabeza. Te hemos puesto un analgésico fuerte y antibióticos, por si acaso. De esta sales, no te preocupes. Te traigo un poco de agua ahora mismo.
—Ah, muchas gracias. Oye, perdona, una pregunta: ¿Cómo es posible que tengáis antibióticos, y analgésicos, y un puto hospital? —ahora que no estaba solo ese “puto” le sonó incorrecto y fuera de lugar. Joder con lo de vivir en sociedad, pensó.
—Bueno, aquí en El Milagro todos ayudamos para que la comunidad esté a salvo. Yo trabajo aquí en el hospital, pero don Ángel tiene equipos que salen a buscar de todo: alimentos, medicamentos, ropa… de todo. Por cierto, me llamo Marisa. Cualquier cosa que necesites, pídemela. Don Ángel ha dicho que cuidemos bien de ti. Seguro que vas a ayudarle muchísimo. Es un gran hombre, ¿sabes?. Nos ha traído hasta aquí y le debemos mucho. Bueno, te dejo, voy a ver al resto de pacientes y luego vengo a ver cómo estás.
—Sí, claro —le debemos mucho, dice. No te jode —pensó—. En ese momento, reparó en lo que había dicho la enfermera: el resto de pacientes. Miró a su alrededor para ver precisamente a esos otros compañeros de sala. Había doce camas contando la suya, seis a cada lado de un salón grande, de unos cien metros cuadrados, con mucha luz natural. Las paredes y techos estaban pintados de un blanco nuclear y las ventanas eran amplias y estaban limpias. Los pacientes eran gente joven, de entre veinte y cuarenta años. Diez hombres contándole a él. Dos mujeres. Aparentemente lesiones debidas a golpes, traumatismos… no le pareció que allí hubiera nadie con necesidad de cuidados paliativos. Un tío de unos cuarenta, más o menos como él, le saludó amablemente cuando se cruzaron las miradas. Anselmo le correspondió con un leve movimiento de cabeza. Todo muy artificial, muy happy flower. Raro de cojones. En ese momento escuchó a la enfermera —¿Marisa, era?— anunciando la comida. Como él era el más cercano, fue el primero en recibir su ración.
—Toma Anselmo. ¿Enterito eh? Que tienes recobrar fuerzas.
—Sí, claro —respondió, con un hilo de voz. Como si fuera a dejarme una puta miga, pensó. Una zanca de pollo al horno, con puré de patata y guarnición de lechuga y cebolla. Y un vaso de agua. Y pan. Y una manzana. Puta. Maravilla. Se lo comió sin hablar, tan rápido que incluso se encontró mal al terminar. E incluso en ese malestar encontró un placer lujurioso que solo da el haber pasado mucha hambre. Me la suda —pensó— una puta zanca de pollo al horno. Muero de amor.
Luego, se durmió.
*
Llevaba ya dos días en ese hospital y no podía más. Más allá de lo bien o mal que se encontrase —si se comparaba con los cuatro últimos años estaba capitán general, como decía su padre, y sintió una punzada de melancolía al recordarlo— lo único que quería era salir de allí y averiguar si Bea estaba allí. Así que volvió a llamar a Marisa, que con paciencia infinita volvió a decirle que no podía irse hasta que don Ángel lo dijera. Puto don Ángel, ¿dónde cojones estaba? Se levantó de la cama por enésima vez y se puso a mirar por la ventana. Todo tranquilo, como las últimas putas ochenta veces que había mirado. Estaba a punto de romper la ventana, cuando la voz grave —e increíblemente parecida a la de Darth Vader— de Ángel, le saludó con tono alegre.
—¡Anselmo, qué bien verte en pie! Marisa me ha dicho que estás mucho mejor y que insistes en verme. Ya puedes perdonar, pero han sido dos días de mucho trabajo y no he podido venir antes.
—Sí, hola Ángel. Mira, necesito que me digas si mi hermana está aquí. Se llama Bea, es morena, muy guapa. Ya te hablé de ella cuando llegué, es con la que me envío mensajes, pero no me has respondido y empiezo a preocuparme.
—Sí, sí, baja la voz. Lo sé, lo sé. Vale, siéntate y escucha. —Anselmo se sentó, nervioso. Aunque prefería no sentarse, ese hombre irradiaba un poder que hacía que fuera difícil resistirse—. No te he dicho nada porque quería que te recuperases, pero sí, creo que tu hermana está aquí.
—¿Crees?
—Sí, creo.
—Pero está o no está. A ver si ahora va ser el puto gato de Schrödinger —Ángel rio, sorprendido y agradecido de la referencia cuántica.
—Vaya, Anselmo, por aquí poca gente sabe quién es Erwin, y mucho menos su gato. Se agradecen los estímulos mentales —hizo una pausa, mientras Anselmo le miraba fijamente, sin responder al cumplido. Ahora mismo, se la sudaban los cumplidos—. Verás. Hace dos años una patrulla trajo a una chica. Fue un milagro que la encontraran con vida, y más aún que la trajeran aquí. Como te puedes imaginar, Anselmo, aunque estamos bien organizados y hemos conseguido estar surtidos, no nos sobran los recursos, así que somos muy estrictos con la ayuda que ofrecemos. Debemos hacer un triaje y ser muy, muy selectivos. A veces, incluso más allá de lo que nos gustaría. Mucho más allá. Pero esa chica llegó aquí y decidimos cuidarla. Responde a tu descripción: es morena y sí, muy guapa.
—¿Pero?
—Pero… despertó hace una semana. Y no recuerda nada.
—¿Hace una semana? Quiero verla. Ahora.
—Sí, claro. Vístete y te acompaño.
Anselmo se vistió con la ropa que le dieron. Estaba tan nervioso que no se paró a pensar en que después de cuatro años vistiendo cualquier cosa, le habían dado unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas de deporte. Algo no cuadraba. Después de lo que había visto en el polígono, y sobre todo, del rato tan agradable que le habían hecho pasar sus queridos amigos Amador, Damián y Jose (con acento en la “o”) —ya arreglaría cuentas con ellos algún día— no tenía sentido que se hubieran llevado a una chica en coma desde Logroño hasta allí. Algo se le escapaba… pero ahora no era momento de elucubraciones. Quería ver a esa chica.
Caminaron por un pasillo largo y giraron a la derecha. A uno y otro lado había puertas con pacientes. Contó seis habitaciones. En la última, Ángel paró:
—Es aquí.
Anselmo se quedó parado. La idea del gato de Schrödinger estaba muy reciente y en ese momento le dio miedo abrir la caja. Pasado el umbral de esa puerta había una mujer. Podía ser su hermana, y podía no serlo. Mientras no entrase ahí, había esperanza. ¿Y si no era ella? Si lo pensaba fríamente, lo más lógico es que fuera cualquier chica morena y guapa. No Bea. No Bea Sánchez, la chica responsable e inteligente con la que se enviaba mensajes de colores musicales.
—Joder —dijo con un hilo de voz. Ángel le miraba con cara amable, dándole tiempo. Por fin, Anselmo dio un paso y avanzó hacia la puerta. Dormida, con la cara ladeada y la luz haciendo una sombra extraña, estaba Bea. Su hermana. Anselmo se abalanzó sobre ella, cogiendo la cara de su hermana entre las palmas de sus manos, y dándole un beso en la mejilla y otro en la frente, llorando de alegría.
—¡Bea, joder, es Bea! No me lo puedo creer.
—Bueno, bueno, calma, no la fuerces. Ha estado dos años aquí en coma, más lo que llevara antes. Está muy débil y le va a costar tiempo recuperarse. Debes tener paciencia.
—Sí, sí, claro —Anselmo, de rodillas y con la cabeza apoyada en su hermana, lloraba y reía, todo junto, todo a la vez, todo mezclado. Cuatro años de soledad acumulada, pero sobre todo una semana en la que la ansiedad y la angustia le habían dejado exhausto. Toda esa energía emocional se liberó sin frenos, ni barreras, ni limitación alguna. Entonces Bea se despertó. Anselmo notó cómo movía la mano que le estaba agarrando y levantó la cabeza, viendo los ojos abiertos de su hermana.
—¡Bea, soy yo, Anselmo!¡Joder, qué alegría, Bea! Te he estado buscando. Estuve en casa de mamá y… bueno da igual. Joder, Bea, estás viva.
La chica le miró, confusa. Ángel le había dicho que Bea no recordaba nada, pero aún no había tenido tiempo de asimilarlo.
—¿Bea?
—Sí, te llamas Bea —dijo Anselmo, recordando entonces la conversación con Ángel—. Yo soy Anselmo, tu hermano. Ya sé que no recuerdas nada, pero tranquila, lo harás. Vas a recuperarte. Estoy seguro.
—Ya. Sí. Supongo —contestó Bea, ausente.
—¿Qué dicen los médicos? —le preguntó Anselmo a Ángel.
—Médico. No tenemos aún un equipo, aunque estamos en ello. De momento no mucho. Lleva solo una semana despierta. Están haciéndole ejercicios de fisioterapia y creen que la semana que viene pueda levantarse, o al menos intentarlo. Pero le queda tiempo, y necesita estar vigilada.
—Muy bien. Me quedo aquí. ¿Me podéis traer una silla?
—No Anselmo. Aún tienes que recuperarte y Bea aún está muy confundida. Puedes verla cuando quieras, pero de momento es mejor que no la atosigues. Mira, ahora lo mejor es que te instales. He mandado que te habiliten un apartamento. No es gran cosa, pero estarás cómodo. El Doctor Carrasco dice que puedes irte a casa… te dan el alta. Julián te acompañará y por la tarde puedes venir de nuevo a pasar un rato con Bea. ¿De acuerdo? —Anselmo dudaba. No quería dejarla otra vez, pero estaba claro que Bea necesitaba tiempo para recuperarse. Ayudado por su pragmatismo, adquirido en los cuatro años de supervivencia, decidió seguir el consejo de Ángel. Por la tarde volvería y se pasaría la tarde hablando con Bea, ayudándole a recordar. En ese momento cayó en algo que podía ser más eficaz que cualquier cosa que pudiera decirle. Compartían mucho más que sangre. Compartían un secreto que nadie, excepto Ángel, conocía. Sin esfuerzo alguno, envió un mensaje a su hermana, una quinta, su quinta: naranja a un lado, verde al otro. La bandera de Irlanda. Bea siguió con la misma postura, la cara ladeada mirando hacia la ventana, sin muestra de reacción alguna. Anselmo no obtuvo respuesta.
El campo de visión de Ángel Martínez, líder de la comunidad conocida como El Milagro, se tiñó de color. Naranja a un lado; verde al otro. Como la bandera de Irlanda, aunque faltaba el blanco.
Ángel no contestó.
Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.
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