Estuvo allí sentado en el suelo, apoyado en la pared y mirando a su madre durante un buen rato, completamente en shock. Había convivido con la muerte durante cuatro largos años, pero eso era diferente. Desde que salió de aquel garaje en Madrid, lleno de polvo y totalmente desorientado, dio por muertas a su madre y a su hermana. Y ahora, de pronto, descubría no sólo que habían sobrevivido, sino que no había hecho nada para salvarlas. Cuando ese pensamiento se materializó, dio un grito y empezó a golpearse la cabeza con furia. Si ya le había costado mantenerse cuerdo y no sucumbir al desánimo en un mundo postapocalíptico, esto lo haría mucho más difícil, por no decir imposible.
Bea.
Su preciosa cara y su sonrisa perfecta — Bea siempre fue una mujer guapísima, una modelo, como decía su madre, aunque se había decantado por el derecho y la política — apareció ante él. Por lo que sabía, su hermana podía estar aún viva, pero en manos de los bastardos que habían disparado a su madre a quemarropa. Se levantó y bajó. Como fuente de información, el anciano probablemente iba a ser una castaña, pero no tenía nada mejor. Seguía ahí, sentado, medio catatónico. El primer impulso de Anselmo fue cogerle del cuello y soltarle una buena hostia en la cara — en el pasado ese sutil método había funcionado para convencer a otros de compartir información — pero en este caso sabía que eso no le iba a funcionar. De hecho, una hostia más y el carcamal seguro que la diñaba. Dado que acababa de descubrir a su madre asesinada y momificada — pidió perdón a quienquiera que pudiese escuchar, pero le vino a la mente la imagen de Willy el Tuerto — estaba bastante tenso, así que antes de empezar con el interrogatorio, inspiró aire y lo expulsó suavemente, a lo mindfulness, viviendo el puto presente, y volvió a ponerse a su altura. Como si le hablase a un niño, Anselmo empezó a hablar.
– Luis. Soy Anselmo. El hijo de Merche, ¿te acuerdas de mí?
Luis le miró, aún medio ido, pero no contestó. Anselmo apretó el puño, a punto de perder la paciencia, pero se contuvo.
– Luis. Soy Anselmo. El vecino del cuarto. El hijo de Merche. De pequeño bajaba cuando mi madre llegaba tarde de trabajar y jugaba a la Brisca con tu mujer. Con Paquita, ¿te acuerdas?
Como un resorte, al escuchar el nombre de su mujer, a Luis le cambió la cara. Sus ojos, ahora más presentes, miraron a Anselmo directamente.
– Luisito, chaval, pero ¿cómo tú por aquí? ¿Qué tal el trabajo? Estabas en Madrid, ¿verdad? — Joder en Madrid, qué difícil va a ser esto, pensó Anselmo.
– Sí, en Madrid. A ver Luis, necesito que me digas algo. ¿Vino aquí mi hermana? Después de las bombas, quiero decir, ¿la viste?
– ¿Tu hermana? No… no re… no recuerdo.
– Mira Luis, sé que estás cansado — Joder, yo estoy a punto de partirte la puta cara, pensó — pero es muy importante que recuerdes si viste a mi hermana Bea. Muy guapa, ¿recuerdas? Alta, con el pelo moreno largo, la Consejera de Cultura…
– ¡Ahhhh, la Consejera es verdad!
– ¡Eso, la Consejera! ¿La viste?
– Vi a tu madre, sí. Bajaba a verme, a veces. No se separaba de ella…
– ¿De quién no se separaba? ¿Era mi hermana? — Quizá le había pasado algo a Bea y por eso su madre no se despegaba de ella. Quizá por eso no le había llegado ningún mensaje. Quizá, quizá, quizá… Anselmo se desesperaba.
– No lo sé… no lo sé – el anciano pareció perder el poco color que le quedaba y se tambaleó. Estaba desnutrido y enfermo. Parecía mentira que siguiera vivo.
– Aguanta, Luis, ¡sé fuerte! — ¿en serio había dicho eso? — dime , ¿qué les pasó? ¿Dónde está Bea? Arriba no está.
Luis se estremeció. Abrió mucho los ojos y su cara reflejó terror y angustia. Con un hilo de voz, empezó a hablar.
– Vinieron unos hombres. No, no eran hombres… fantasmas… sí, fantasmas. Se metieron en mi cabeza. No sé qué pasó — empezó a llorar — pero dolía. ¡Se metieron en mi cabeza!
– ¡Luis, cálmate, coño! ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Le hicieron algo a Bea? ¡Joder!
El anciano estaba muy alterado. Lloraba y decía palabras sin sentido. Se le había ido completamente la cabeza. Un viejo solo, malviviendo durante tanto tiempo… Aún así, Anselmo siguió intentándolo.
– Luis, mírame, ¡Luis! Eso es, mírame. ¿Sabes de dónde venían esos hombres?
Luis calló, se quedó mirando de nuevo a Anselmo. Y luego, con voz queda, dijo solo una única palabra:
– Milagro.
Anselmo se levantó. Al viejo se le había ido la puta cabeza y no decía más que gilipolleces. La ira y la frustración le empezaron a quemar en la cara y en las manos. Gritó. A él también se le estaba yendo la cabeza. No estaba preparado para lo que se había encontrado. Resignado, subió de nuevo a casa de su madre. No iba a dejarla ahí, como si fuera el decorado de una película de los ochenta. Buscó algo donde poder recoger sus restos y, con mucho cuidado, tomó el cráneo de su madre. Aquello era, como dijera en otra época Marty McFly, muy fuerte. Jamás, ni en sus peores pesadillas, se hubiera imaginado lo que estaba haciendo: desmontar a su madre como a un puto lego como cuando era niño. Acojonante. Lo malo era que no podía volver a montarla. Lloró mientras iba depositando, uno a uno, los huesos. Tomó una clavícula, y entonces el brazo entero cayó al suelo, desperdigando falanges, falanginas y falangetas por todo el salón.
– Joder mamá.
Anselmo empezó a reírse. Una risa tranquila, de tragicomedia. Aquello era tan surrealista que superaba cualquier película de ciencia ficción, comedia o gore jamás rodada. Y mira que había visto cosas raras.
Cuando por fin tuvo todo bien colocado, recogió sus cosas y se marchó. No pasó por el segundo. No podía hacer nada por Luis y tampoco tenía ninguna gana. Que la naturaleza siguiera su curso. En todo caso no iba a ser un curso lento. Cada perro que se lama su cipote. También estaba lo del palo y la vela, pero era menos divertido.
Empezó a andar, llevando en sus manos una caja de cartón medio rota llena de huesos. Huesos de su madre, joder. Por lo menos no tendría que hacer un agujero muy grande en el suelo. Se dirigió hacia el parque del Ebro. Estar en la ciudad no era seguro y ya llevaba mucho tiempo tentando a la suerte. Enterraría a su madre debajo de un árbol. No rezaría ni diría unas palabras. En cierto modo, era un afortunado: podía despedirse de su madre, cosa que la mayoría de seres humanos no había podido hacer.
Mientras caminaba, recordó las palabras de su antiguo vecino y una palabra acudió a su cabeza. Milagro. No tenía ninguna información fiable sobre lo que había podido pasar, salvo una cosa: algún hijo de la gran puta le había metido una bala en la cabeza a su madre. Notó un sabor a bilis en la boca. Evaluó su situación. No tenía nada que perder. Ninguna motivación por vivir, salvo el instinto de supervivencia preinstalado en su cerebro, que ahora mismo estaba bastante desconfigurado. Podía coger el rifle y dispararse en la garganta. Rápido y simple, limpio. Un movimiento del dedo y a dormir la siesta eterna. Que le den a todo por el ojete.
Milagro.
Y entonces se le ocurrió. Era improbable, estúpido y arriesgado. Pero le importaba una mierda. Ya nada importaba una mierda. Había un pueblo que se llamaba Milagro. Ribera del Ebro, Navarra. En otro tiempo, un pueblo de pasta con mucha industria conservera. Pimientos del piquillo, borraja, huerta en general. Dos o tres días de viaje; quizá cuatro . Siguió caminando, dejando que los pensamientos camparan a sus anchas. Andar siempre le había ayudado a aclarar sus ideas.
Por fin llegó a la ribera del río, completamente llena de maleza después de cuatro años sin jardineros del Ayuntamiento haciendo sus labores. El puente de hierro estaba derruido, pero el de piedra aún se mantenía en pie. La piedra es la piedra, coño. El de Sagasta, al fondo, en otro tiempo un puente moderno e innovador — siempre le habían gustado las estructuras — presentaba un estado deprimente, con los tirantes colgando del arco principal. Le recordó al flequillo de Ralph Wiggum, el hijo poco espabilado del jefe de policía de Springfield en los Simpson. Sonrisa. Los Simpson siempre acudían en su ayuda en momentos de debilidad.
Allí, entre matas y arbustos, bajo un árbol y junto al río Ebro, el más caudaloso de España, Anselmo cavó un pequeño hoyo. Con delicadeza, depositó los huesos de su madre, doña Merche García, buena esposa y mejor madre. Sus hijos, Anselmo y Bea, su marido, don Anselmo Sánchez (+) y todos sus familiares, participan a sus amistades tan sensible pérdida y les ruegan una oración por el eterno descanso de su alma y la asistencia a los actos que no se celebrarán en ningún puto sitio porque no queda ninguno en pie. Sonrisa, aunque destilando tristeza.
Se quedó un rato allí sentado. Hacía un frío de mil demonios, pero tenía tanto neurotransmisor corriendo por su torrente sanguíneo que prácticamente no lo sentía. Pasado un rato sintió paz. Esa paz que se siente cuando nada importa, cuando no hay preocupaciones y solo se vive el ahora. Mindfulness nivel puto Vengador. La paz que se siente cuando se tiene total seguridad en lo que se va hacer. Cuando no hay dudas, ni incertidumbre, ni miedo.
Salvaría a su hermana o moriría.
Así de simple.
Así de fácil.
Se puso en pie y empezó a caminar.
Milagro quedaba al este.
Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.
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Y gracias por leerme.