Sinestesia. Capítulo III: Un descubrimiento

Sinestesia

Teniendo en cuenta que era enero, por la luz no serían más de las cinco de la tarde (Ay, si Lorca levantara la cabeza). Eso quería decir dos cosas: que el frío iba a empezar a subir, y que la luz iba a empezar a bajar. Pros y contras. Desde luego, el frío era una putada, pero tampoco cambiaba nada… tenía los huevos como nueces de Pedroso desde hacía semanas. Y la luz jugaba a su favor: en ciudad, con la posibilidad de que te apuntaran desde altura, era mejor moverse a oscuras. Aunque eso también ocultaba a los hijos de puta. Nada que no hubiera hecho antes.

Empezó a avanzar por la Gran Vía. En otro tiempo, el trayecto no le hubiera llevado más de 5 minutos. Con el mundo hecho mierda, era mejor tomárselo con calma. Fue avanzando, intentando ir por debajo de las cornisas de las terrazas, como cuando llueve, solo que ahora no tenía que cabrearse cuando la gente con paraguas se pegaba a la pared. Llevaba el rifle en alto, por lo que pudiera pasar, y con un ojo delante y otro en los pisos superiores. Quizá estuviera un poco paranoico, pero un tío con rifle y mochila era como un caramelo en la puerta de un colegio. Uno con niños vivos, se entiende.

Iba tan concentrado en no dejarse matar que no fue consciente de dónde estaba hasta que vio el parque del Espolón, por donde tantas veces había pasado después de una noche de fiesta. No es que hubiera sido mucho de alternar – él de joven había sido más bien rarito y abstraído, aunque tampoco un inadaptado – pero alguna juerga se había corrido. Así que, después de tanto tiempo aislado de todo, tuvo una sensación inabarcable de abandono y soledad, que se materializó de golpe, casi al mismo tiempo que le vio los huevos al Caballo del Espartero. Olé tú – pensó Anselmo – ni un Holocausto nuclear puede con los cojones de un podenco riojano. Ahí estaba de nuevo, el humor como mecanismo de defensa. Efectivo, sin duda, pero dejando la asunción para otro rato… bien, ya iría a terapia otro día.

Avanzó por Avenida de La Rioja, dejando el Cuatro y el Delicias a su izquierda – no cruzaría el parque en diagonal, demasiado riesgo – y llegó a los soportales de Muro de la Mata, mucho más seguros. Por un momento, pensó en entrar en la Delegación del Gobierno, pero al asomar la cabeza tuvo claro que allí no había nadie de ninguna delegación ni de ningún gobierno. Más destrucción. Con bastante tranquilidad, llegó al número 2 de Muro de Cervantes: la casa de su madre.

La puerta del portal, o lo que quedaba de ella, estaba abierta, así que entró hacia la negrura. Encendió la linterna, que tenía enganchada al rifle con unas bridas (de algo tenía que servir haber visto cien veces La Jungla de Cristal, yipi yai yei, hijo de puta) y, lentamente, empezó a subir las escaleras. Pensó, no sin una pizca de ironía, que por fin daba igual que ese portal no tuviera ascensor. Cuánta mala leche se hubiera ahorrado su madre en las reuniones de vecinos si hubiera sabido que todo se iba a ir a la mierda.

Sabía que meterse en un piso era una locura. Los pocos supervivientes que había, y más en invierno, siempre buscaban un lugar en el que guarecerse, así que la probabilidad de encontrar algún hijo de puta subía varios enteros. Pero estaba decidido: si alguien asomaba la cabeza, la iba a perder. Chimpún. De pronto escuchó un ruido. Apagó la linterna y se apoyó en la pared. Esperó. Alguien bajaba las escaleras, despacio, sigiloso… apoyó el dedo en el gatillo, sintiendo cómo la adrenalina le invadía el torrente sanguíneo. Tenía solo un tiro – no había encontrado una ametralladora pese a haberla buscado – pero esa mala bestia le podía arrancar media cabeza a cualquiera. Vio una sombra moverse, muy despacio, y cuando iba a disparar, una voz débil, raspada, vulnerable, dijo:

– ¿Hay alguien? Agua, necesito agua. Por favor…

Encendió de nuevo la linterna y enfocó hacia el punto del que llegaba la voz. Un viejillo desnutrido y vestido con harapos se tapaba la cara con unas manos reumáticas y deformadas. Se había hecho tanto a la idea de que iba a matar a alguien que casi deseaba volarle la tapa de los sesos a ese pobre carcamal. A falta de pan, buenas son tortas. No solía tener piedad, pero algo le dijo que mantuviera la calma. Después, con ira y frustración, gritó:

– ¡Joder! ¡Arriba las manos, hostia!

– Por favor, por favor, no me mate, por favor – suplicó el hombre – Un poco de agua, por piedad.

– ¡Cállate, cojones! ¡Levanta la puta cara, viejo de mierda! – dijo, sorprendiéndose de su crueldad, aunque quitando esos pensamientos de su cabeza.

Ya se arrepentiría después.

El viejillo levantó la cara y Anselmo se quedó helado. Era Luis, el vecino del segundo. El Pelos, tal como lo llamaba su madre, aunque ya no era el Pelos ni nada parecido; más bien era una raspa de pescado podrida, y no solo porque olía parecido.

– ¿Luis? ¿Eres tú?

El pobre hombre levantó la vista, cegado por la linterna, y empezó a llorar como un niño, sin poder responder. Anselmo apagó la linterna, bajó el rifle, y ayudó al hombre a levantarse.

– Vamos, anda – dijo con resignación.

El hombre ni siquiera contestó, sobrepasado por el miedo y la debilidad. Una vez en su casa – por llamarlo de alguna manera – Anselmo le dio un poco de agua y esperó a que se calmara. Lo dejó ahí sentado, con la mirada perdida, y echó un vistazo por la casa.

Primero, faltaría más, fue a la cocina – le daba pena el abuelo, pero si encontraba una lata de garbanzos no tendría miramientos – aunque tal y como esperaba, aquello estaba más vacío que la vejiga de un prostático. Como tantas veces había visto ya, la casa estaba destartalada, con ese mal estado que solo puede ocasionar el fin del mundo. Es curioso el deterioro que produce la falta de electricidad, de ruido, de partículas de piel en suspensión… es un deterioro extremo, cruel y aterrador.

Las paredes estaban descascarilladas, y el blanco no era más que un recuerdo lejano. Los azulejos estaban llenos de barro (o Dios sabe qué y mejor no pensarlo) y muchos de ellos estaban mellados. El suelo estaba lleno de cachivaches y no había ni un solo cristal sano en las ventanas, que eran de madera, de esas antiguas con junquillos que dividían la hoja en partes iguales. En la vitrocerámica, rajada por la mitad, había una sartén sucia, llena de… algo. Era difícil entender cómo ese carcamal había sobrevivido cuatro años en esas circunstancias, pero si algo había aprendido era que las personas se agarran a la vida como sanguijuelas. Puto instinto de supervivencia… en esas circunstancias casi era una maldición. En ese momento, a Anselmo le vino a la cabeza – le solía pasar con cierta frecuencia – algo completamente fuera de lugar: un curso de mindfulness en el que el profesor aseguraba que el ser humano vive atrapado en un autoexilio del presente, incapaz de sentirlo, condenado a revivir errores pasados y problemas futuros que aún no han ocurrido. Sonrió pensando en el iluminado. Le encantaría que disfrutara el presente de mierda que estaba viviendo él.

Volvió a la habitación donde había dejado a Luis, que estaba más tranquilo, aunque parecía más muerto que vivo, ahora que lo veía con más luz y menos adrenalina. Se agachó poniéndose a su altura.

– Bien, Luis, cuéntame. ¿Dónde está mi hermana?

El anciano parpadeó, ausente. Luego le miró sin contestar. Entonces Anselmo le dio una bofetada en la cara. No fuerte – no hacía falta gastar energía – pero sí lo suficiente para que el abuelo reaccionara.

– ¡A ver abuelo, no tengo tiempo para hostias!

El anciano empezó a llorar, rogando que no le hicieran daño, y Anselmo se dio cuenta de que no había planteado bien el diálogo. Ni siquiera había subido a casa de su madre para ver qué se encontraba. Dejó al anciano allí sentado – no creía que se fuera muy lejos – y subió al tercero.

De pronto fue consciente de dónde estaba: el lugar donde había pasado su infancia. El lugar donde había visto morir a su padre y hundirse a su madre, y donde había tenido que asumir un rol que no le correspondía, pasando de niño a adulto y dejando la adolescencia para septiembre. Quizá el katakroker había venido para devolvérsela, quién sabe.

Quitó esos pensamientos de la cabeza y abrió la puerta de la casa. Un escalofrío le recorrió la espalda. Era su casa, sí, pero al mismo tiempo ya no lo era. Todo estaba destrozado por el paso del tiempo, pero nada más: Por allí no había pasado nadie, eso estaba claro. Eso se nota. Así que lo primero que pensó fue en ir a buscar algo a la cocina. Se sintió un poco culpable. Un poco nada más. Entró en el hall – así lo llamaba su madre, en un intento de parecer sofisticada – y pasó al salón. Y entonces se le heló la sangre, o se le retorció el estómago, o se le encogió el corazón, o todo a la vez.

Una náusea acudió a su garganta de golpe, y un vómito, acre y cálido, le subió por el esófago. Vomitó mientras gritaba. Sin precaución, sin filtros. Simplemente arrastrado por la tristeza y la pura ira. En la mecedora, vestida con su bata de estar por casa, como ella la llamaba, y sus pantuflas, estaba la que había sido su madre, momificada. Un cráneo desnudo con algunos cabellos colgando, de color gris muerte. Y en el centro de la frente, un agujero. De bala. De color negro. Negro muerte, también.


Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.

Si estás leyendo esta novela y te está gustando. Por favor, comparte. Me ayuda mucho.

Y gracias por leerme.

Capítulo III. Un descubrimiento
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Gonzalo Villar | Piano - Teatro - Ciencia
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