Sinestesia. Capítulo XII: Un viaje

Sinestesia. Capítulo XII: Un viaje

No pegó ojo en toda la noche. La furia era tan brutal que no le dejaba relajarse. Acabó levantándose de la cama, bebió agua de una botella, y de pronto esa botella se transformó en algo maligno, podrido, un símbolo de lo que ahora odiaba desde lo más profundo de su alma. Sí, era increíble disponer de agua, sin tener que luchar por su vida para conseguirla, pero el precio era demasiado alto. Porque el precio era su propia humanidad… la poca que le quedaba. Había hecho cosas horribles, sí, pero el simple hecho de tener que trabajar para esos salvajes le removía las entrañas. Le hubiera gustado llorar, desahogarse… pero no podía. El odio gana a la tristeza, por lo menos esa noche. Se paseó por el piso, inquieto, lleno de odio. Pero también de angustia. Su hermana en manos de ese hijo de puta… solo de pensarlo se le revolvía el estómago, que de nuevo le daba muestras de no estar de acuerdo con el resto del cuerpo. Lentamente, la noche dio paso a la luz, y con ella, llegaron sus nuevos acompañantes. Escuchó voces, el Señor Luca de Tena hablaba con alguien. Probablemente los tres mosqueteros. La puerta se abrió y, efectivamente, Amador apareció en el umbral.

—¡Hombre, el riojanico tontico está despierto!

—Me llamo Anselmo.

—Ya, pero me la suda. ¿Te duele la nariz?

—Sí, y los cojones también.

—Eeeee, relaja, a ver si te voy a tener que romper otra parte del cuerpo —Anselmo guardó silencio, pensando si debía jugar la carta que pensaba que tenía… y decidió arriesgarse.

—No me puedes tocar. Y lo sabes. Me. Llamo. Anselmo. Puto. Gilipollas. De mierda —Lo dijo despacio, saboreando cada palabra. Amador, con ojos llenos de ira pero derrotado, guardó silencio un momento. Tal y como Anselmo sospechaba, Ángel había ordenado que no le hicieran daño… era muy valioso, y esa era una de sus bazas—. Vámonos.

Cuando salió, le esperaba la misma Berlingo destartalada que le había llevado desde la entrada, y junto a ella, los dos sádicos Jose (con acento en la ‘o’) y Damián, que le miraban con sonrisa de abusón de instituto. Eran tan previsibles que a Anselmo le entró la risa.

—¿Y de qué cojones te ríes tú, riojanico tontico? —dijo Damián, el más joven.

—Me llamo… ¡Anselmo! —y le dio una sonora bofetada en la cara que dejó a Damián y a los otros dos completamente descolocados. Torcuato el morlaco, que estaba a unos metros, no se movió. Probablemente también había recibido instrucciones de no ponerle una mano encima. Sin embargo, pasados unos segundos, Damián, humillado, se abalanzó contra Anselmo. 

—¡Hijoputaaaa, te voy a mataaaar!

—¡Quieto Damián! —dijo Amador, intentando pararlo—. ¡Jose, Torcu, ayudadme! —Anselmo se quedó allí de pie, sin moverse, observando la escena con sonrisa autocomplaciente. Algún día mataría a esos tres hijos de puta, y al señor Luca de Tena ya puestos, pero de momento se conformaba con tocarles los cojones. Y de paso, verificaba su hipótesis. Era un arma, un arma estratégica. No sabía si conocían ese dato en concreto, pero Ángel les había dado instrucciones de que no le tocaran.

—Bien, ¿nos vamos? —dijo Anselmo.

—Móntate en el puto coche. Atrás a la derecha. —Anselmo montó en el coche y esperó mientras los cuatro energúmenos se ponían de acuerdo. Al cabo de dos minutos, se montaron. Damián conduciendo, Amador en el asiento del copiloto y Jose, a su lado, apuntándole con una pistola. El coche arrancó.

—¿Qué tal Jose? ¿Sigues oliendo a mi vómito?

—Cállate o te reviento.

—No puedes tocarme —y Jose le soltó una bofetada en la cara. 

—Tocado.

Mientras Damián se desternillaba, Anselmo decidió que era un buen momento para dejar de hacerse el gracioso. Tenía inmunidad, sí, pero tampoco podía fiarse de esos pirados. Jose le miró con una sonrisita estúpida en la cara y Damián arrancó el coche. Desandaron el camino que habían hecho pocos días antes, y en poco tiempo estaban en el polígono industrial. La imagen era muy parecida a la que viera cuando llegó, pero esta vez tenía mucha más información. Esas personas eran esclavos; más aún, condenados a muerte, no le cabía ninguna duda, pero no perdía nada por preguntar.

—¿Quiénes son todas estas personas? —nadie contestó—. Venga, queramos o no estamos juntos en esto, y tenéis que reconocer que os pasásteis tres pueblos conmigo… una piñata humana. Joder, os pasásteis un país entero. Solo quiero hablar un poco —después de unos segundos, Amador respondió.

—No son nadie —dijo sin dejar de mirar hacia delante—. Son un recurso, mano de obra que no vale para nada más. Son los apor.

Apor, ¿y eso?

Apor. Tú, a por esto, tú, a por lo otro. Apor.

—Ah, muy ingenioso —Anselmo palideció, aunque trató de disimular. La frialdad con la que esos tres psicópatas hablaban de esa pobre gente le daba pavor.

—¿Y de dónde vienen?

—De muchos sitios. Son necesarios para que la raza humana sobreviva. Ellos son débiles y nosotros fuertes. El mundo es así ahora. No es personal. Es natural.

—¿Y eso quién lo dice?

—Ángel. Él nos ha traído hasta aquí. Nos ha salvado y ha hecho posible que volvamos a ser lo que éramos antes. Son el medio que Dios ha puesto para que sobrevivamos.

—Jamás volveremos a ser lo que éramos antes —dijo Anselmo entre dientes.

—En eso tienes razón. Seremos mucho mejores.

La Berlingo siguió avanzando y llegó al puesto de guardia que marcaba el fin (o el comienzo) de El Milagro. Esta vez no estaba el mismo guarda que cuando llegó. Mejor, un soplapollas menos. Tras intercambiar unas palabras con él, dejaron la Berlingo aparcada y cogieron un todoterreno. Le resultó extraño salir de aquel pueblo. Aquel pueblo que por una cara era una cosa, y por otra, un agujero de muerte. Se quedó mirando a esas personas mientras salían de los límites del Milagro: un campo de concentración post apocalíptico, y sintió una náusea subiéndole por el pecho. Aquello sobrepasaba todos los límites de lo soportable. Se sintió enfermo, contagiado por el virus del Milagro, que había contraído bajo chantaje. Notó que le faltaba el aire y supo identificar el principio de un ataque de pánico —por propia experiencia, más que nada— pero consiguió retenerlo. No era buen momento… quizá más tarde. Pasados unos minutos, y ya con oxígeno en los pulmones, Anselmo retomó la conversación.

—¿No te parece que eso que dices de los apor, y todo eso, suena bastante nazi?

—Me importa una mierda cómo suene. Nosotros estamos vivos y somos el futuro de la humanidad. Ahora hay personas con poderes, personas especiales. Está claro que Dios los ha puesto ahí por algo. Y nosotros hemos entendido el mensaje. La palabra “nazi” no tiene ya ningún significado.

—Ya, claro. ¿Y ese humo negro?

—Limpieza. Orden.

—Venga, hombre no me jodas. ¿Cómo podéis creeros con derecho a decidir sobre la vida de los demás? ¿Cómo podéis mirar hacia otro lado, joder? ¿Y cómo podéis mezclar a Dios en esto? ¡¡¡Es una puta salvajada!!! —lo dijo con firmeza, el juicio cargado, la acusación manifiesta. Pero también con amargura e incredulidad. 

—¿Le doy otra hostia, jefe? —preguntó Jose.

—No. Da igual. Es mejor que sepa lo que hay. Mira… Anselmo, tú tienes poderes. Eres un especial. Y eso hace que tengas una responsabilidad con la nueva raza humana. Yo no los tengo, ni estos dos, pero hemos aceptado que servimos a un bien mayor. Nos juzgas. Te crees superior a nosotros. Te crees que eres bueno porque sientes pena hacia los apor, pero eres como nosotros. Has matado a gente para sobrevivir. Puede que incluso hayas matado por si acaso, sin saber si realmente eran una amenaza. Y puede que incluso hayas disfrutado. Eres un hipócrita porque en el fondo eres igual que nosotros, solo que te engañas. Te resulta más fácil pensar que somos unos nazis, porque eso te libera de tu culpa. Pero a mi no me la das, Anselmo. Eres un hijo de puta, como nosotros. Solo que nosotros pensamos en el grupo y hacemos lo que tenemos que hacer. Tú solo piensas en tí mismo. Me das asco.

Anselmo notó un retortijón en el estómago. Se sintió sucio, débil, miserable. Ese cabrón era un psicópata, pero tenía razón. En los cuatro años que habían pasado desde el katakroker, había hecho cosas terribles. Su objetivo siempre fue sobrevivir, pero en ese camino, había perdido su humanidad. Y ahora que sabía que Bea estaba viva, la culpa aún le atormentaba más. Porque para él, lo más importante del mundo era que Bea, su hermana melliza, estuviese orgullosa de él. Se sintió derrotado, sin comentarios mordaces acudiendo de forma incontrolable a su garganta. Estaba vacío. Siguieron avanzando hacia el sur, y pasado un rato, Anselmo volvió a hablar.

—¿Dónde vamos?

—Te vamos a dejar en un antiguo parque solar a medio  camino entre Arnedo y Calahorra. Es fácil ocultarse y te queda bastante cerca de allí; además no llegarás desde la dirección del Milagro, es mejor que no dejemos ninguna pista. Te daremos una mochila. Hay un poco de agua y algo de comida. Poca cosa, tiene que parecer que eres un lobo solitario. Pero sí te daremos un arma, aunque descargada, no somos gilipollas. Tendrás que inventarte una buena historia. Son muy desconfiados y unos cabrones muy listos. Personalmente no creo que te dejen con vida, pero es la única forma de que puedas entrar ahí.

—¿Os han contado para qué voy?

—No mucho. Solo que vas a infiltrarte. Ya era hora de que hiciéramos algo. Es cuestión de tiempo que nos ataquen y debemos tomar la iniciativa.

—Ya, eso me han contado.

Iban bastante despacio, así que les costó un buen rato, pero por fin, llegaron a su destino. Pararon entre dos hileras de placas solares —más bien parecían árboles sin hojas, ya que placas no quedaba ninguna, seguramente saqueadas por gente de Milagro, o Calahorra, a saber— y se bajaron del coche. Entonces, con cara de seriedad, Amador volvió a hablar:

—Bien, aquí te quedas. No me caes bien. Me pareces un listillo y un graciosito, pero por la razón que sea, te han encomendado una misión importante. Si cumples con tu deber y finalmente ganamos, tendrás mis respetos. Ahora, a tomar por culo —los otros dos no dijeron ni una palabra. Probablemente estaba todo dicho. Cuanto antes perdiera de vista a esos tres fundamentalistas, mejor que mejor. Cogió la mochila y la pistola y se marchó, canturreando:

—La cabra, la cabra, la puta de la cabra, la madre que la parió, ¡Eh!, yo tenía una cabra que se llamaba… —pero paró de nuevo y se dio la vuelta.

—Quiero que os quede bien claro. Sois unos despreciables putos nazis de mierda, pero tienes razón en una cosa: yo tampoco soy buena persona. Sí, he hecho cosas terribles, y sí, algunas innecesarias, pero lo que defiendes representa lo peor del ser humano. Y además es mentira. Una mentira burda e interesada. Así que sí, cumpliré con mi trabajo, de eso puedes estar seguro. Lo haré por alguien que se lo merece. Pero te puedes meter tus respetos por el hojaldre. Y ojalá lo disfrutes mucho, porque si vuelvo a verte, te mataré. Y a vosotros dos, también.

Ahora sí, miró hacia el norte y empezó a andar en dirección a Calahorra. Tenía que pensar en una buena historia que le permitiera entrar allí. Ahora era un espía. Y por sus cojones que lo iba a conseguir. Por sus cojones, y por su hermana.

Empezó a andar, aunque no fue por la carretera. Por mucho que quisiera dejarse coger, no iba a ponerse en peligro. Y lo último que quería era que lo matasen antes siquiera de intentar infiltrarse. Ahora no quería morir: tenía que salvar a su hermana y vengarse, no necesariamente en ese orden. Lo que no sabía era cómo iba a conseguir que Bea le mirase a los ojos sin avergonzarse. Eso, si conseguía recuperar algún recuerdo. Anduvo un rato campo a través. La falta de agricultura e industria había hecho que la vegetación fuera más frondosa y eso le proporcionaba protección. A medida que iba avanzando, se hizo más grande un conjunto de árboles y se acercó. Si no recordaba mal, por allí cerca había una charca y eso siempre atraía gente… ya había caído en dos trampas en los últimos tiempos. No volvería a caer, así que caminó despacio, observando el suelo para no pisar nada sospechoso. 

*

Llevaba una hora y media caminando y por fin llegó al conjunto de árboles. Echó un vistazo y cuando pensaba que ya estaba fuera de peligro, una voz le gritó, con calma pero con firmeza:

—Tira el arma al suelo. Levanta las manos y cierra los ojos. Ya.

—De acuerdo, de acuerdo. Lo hago, tranquilo, ¿vale? No quiero líos —dijo, mientras obedecía.

—Ya, seguro. Pero por si te despistas te informo de que tienes cuatro escopetas apuntándote. Dos detrás de ti, a las piernas; dos delante, a la cabeza. Y yo que te hablo, libre de cargas para conversar. Si te mueves, balazo. Si hablas más de la cuenta, balazo. Si respiras fuerte, balazo. Espero haber sido suficientemente claro. Di sí, si lo has entendido.

—Sí —no era momento para ir de listillo. Sigue las instrucciones, se dijo Anselmo a sí mismo, conociendo su tendencia a liarla en estas situaciones.

—Vale. Ahora me voy a acercar por detrás de ti y te voy a inmovilizar las manos. Di sí si lo has entendido.

—Sí —joder cómo le estaba costando no decir yes o oui. Escuchó pasos y alguien se le acercó por detrás.

—Baja las manos y ponlas en la espalda.

—Sí —ahí estaba su pequeña licencia. El hombre le ató con una brida de plástico. Apretó bien fuerte, probablemente fruto de ese sí a destiempo.

—Vale, date la vuelta.

—Sí.

—¿Vas de listo o algo?

—No, no, perdona —joder, ya la estaba liando.

—¿Cómo te llamas?

—Anselmo.

—¿De dónde eres?

—Logroño.

—Vaya, de la capi. ¿Qué haces aquí? —Anselmo dudó, pero su captor le hizo una señal con la cabeza para que hablara.

—Estaba en Madrid cuando todo ocurrió y desde entonces he ido viajando, acercándome a La Rioja, por si alguien de mi familia seguía con vida —hizo una pausa, mientras recordaba a su madre y a Bea—. Hace poco estuve en casa de mi madre —suspiró—, y la encontré allí, pero estaba… había muerto. Así que estoy buscando algún sitio para vivir con otra gente. Estoy cansado y harto de estar solo.

—Ya. Hay mucho pirado por ahí. ¿Cómo sé que no eres uno de ellos?

—No lo sabes.

—Cierto. ¿Has matado a alguien?

—Sí —esta vez no era un vacile. Era la pura verdad y lo dijo con sonrojo—. Y no me enorgullezco de ello. Pero tenía que comer. Y defenderme. Estar solo es muy difícil.

—Es cierto —guardó silencio—. Aun así, no me fío de ti. Iñaki, ponle una capucha. Nos lo llevamos. Que Josué hable con él.

—Soy ingeniero. Industrial. Puedo ayudar. Sé de máquinas, electricidad, fluidos… cosas necesarias. Lo haré gratis, no necesito nada.

—¿Y cuánto te ponemos de IRPF? No te jode. Como si tuviéramos un programa de contabilidad.

—Ya me entiendes.

—Sí.

—¿Ahora eres tú el que dices sí, no? —mierda, otra vez.

—Joder con el de la capi. La verdad que estás pirado, pero no pareces de ese tipo de pirado. Más bien del que tiene incontinencia verbal.

—Sí —y sonrió. Sonreír siempre funcionaba.

—Venga, capucha y a casa. Vas a estar unos días en el agujero, por mucho que sonrías.

—¿A dónde vamos?

—Te da igual.

—Bueno, no te creas. Espero que seáis riojanos. Los navarros me caen fatal —se escucharon risas de alguno de los que le apuntaban. Su captor se le quedó mirando unos segundos, pensando.

—Calahorra, listillo.

—Me va bien.

—Andando.

Cuando se giró para ver a los cuatro que le estaban apuntando solo vio a uno. O los otros tres eran invisibles o Iñaki podía multiplicarse. No le habían colgado de una rama, pero había vuelto a caer en una trampa. Aun así, sonrió. Iba hacia Calahorra.


ESTE ESCRITO ESTÁ INSRITO EN EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL DE LA RIOJA CON NÚMERO DE EXPEDIENTE 00765-02785891

Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.

Si estás leyendo esta novela y te está gustando. Por favor, comparte. Me ayuda mucho.

Y gracias por leerme.

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Gonzalo Villar | Piano - Teatro - Ciencia
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