Dieron un rodeo para entrar en Milagro. Solo había una entrada porque todo el pueblo estaba rodeado por una alambrada de unos tres metros, salpicada de torres de vigilancia cada doscientos metros más o menos. Costaba creer cómo habían sido capaces de construir semejante instalación. En la puerta, formada por dos hojas metálicas de unos cuatro metros cada una, cuatro guardias con ropa militar y fusiles de asalto les recibieron con aparente compadreo.
—Hombre, Amador ¿habéis tenido suerte eh? Habéis pillado cacho. —Vale, el líder se llamaba Amador. Muy clásico. Y muy apropiado, pensó Anselmo.
—Un riojanico tontico, ¿qué te parece? —dijo Amador.
—Sí, se ha librado de una buena, el cabrón —dijo Damián riéndose. El tal Jose (con acento en la ´’o’) no dijo nada.
—¿Riojano, eh? Una buena hostia te daba, por venir a nuestra tierra —dijo el guardia.
—No te cortes, así entra suavecito.
Y no se cortó.
*
Tras pasar el control, los cuatro se montaron en una Berlingo destartalada. Anselmo agradeció sentarse. Parecía que el katakroker nunca hubiera pasado. Camiones, electricidad —sin duda mediante grupos electrógenos—, huertos a un lado, una sala de despiece al otro, taller metálico, carpintería. Acojonante. Joder, es para pensarse lo de ser un hijo de puta psicópata —pensó Anselmo. Avanzaron por la larga avenida del antiguo polígono industrial, donde a uno y otro lado se levantaban pabellones industriales, probablemente de la industria agroalimentaria, sucios y mal cuidados —por lo que sea— pero en buen estado general. Unos pabellones así, llenos de comida y material, eran una bicoca para cualquiera que viniera de fuera, así que entendía perfectamente la extrema vigilancia. Si no torturasen a la gente ya sería la hostia. Vio que se acercaban a una rotonda y se fijó en una indicación de tráfico que todavía seguía en pie. Polígono Industrial Montehondo I, rezaba. Siguieron andando por la larguísima recta, dejando a uno y otro lado más pabellones industriales y a medida que avanzaban, el paisaje fue cambiando, adoptando un aspecto más urbano, hasta que llegaron a una rotonda con la palabra MILAGRO en letras de un metro de altura. Bienvenidos, gilipollas —pensó Anselmo, con evidente hastío.
En todo el camino se fijó en que las personas que estaban en todos esos lugares de trabajo iban mal vestidas y tenían una evidente cara de miedo. Guardias se situaban aquí y allá, fusil en mano, controlando que todo estuviera en orden. No tenía pruebas, por supuesto, pero esa gente tenía toda la pinta de lo que él entendía por esclavo. En un momento dado, miró a su derecha y observó varias columnas de humo negro. Se le puso la piel de gallina y prefirió no haber visto eso: Sabía que ya no se le iba a ir de la cabeza. Intentó pensar que eran neumáticos ardiendo. Había margen para aumentar la huella de carbono durante unos años.
La carretera seguía avanzando, recta e interminable, aunque ahora el panorama era diferente: casas de una altura se iban sucediendo a un lado y otro de la calle. La actividad en esta zona era mucho menos intensa, y en general lo que vio fue personas cargando con peso, tirando de carros o, en el mejor de los casos, conduciendo algún camión. Llegaron a una gasolinera de AVIA que parecía no funcionar. Probablemente hacía mucho que la habían secado, pero desde luego habían encontrado más gasolina en otros lugares. Llegaron a un edificio de planta circular, con una especie de aureola encima —bastante feo, como todo el pueblo, pensó Anselmo— y fue la primera vez que la carretera hizo un pequeño quiebro a la derecha, rompiendo con la aburrida rectitud. En esa zona del pueblo se notaba la antigua actividad: carteles de Mahou, Asesoría Milagro —Anselmo pensó que en todos los pueblos de España hay una Asesoría cuyo nombre es el del propio pueblo, en un alarde de originalidad—, Electricidad Milagro —lo mismo para los electricistas—, Tejidos Pastor —¡Bien por el gremio textil!—. Por fin, llegaron a una bifurcación donde un muro citaba “De Milagro son las cerezas” y tomaron la calle de la izquierda. Al fondo, una casa amarilla con la inscripción “Casa Miralrío”. Siguiendo el razonamiento de los nombres empresariales encontrados, Anselmo dedujo que la casa miraba al río. Buenas vistas, bien por el jefe.
—Baja, riojanico tontico —dijo Amador.
—No me llames más así —según lo dijo, supo que venían curvas. ¿Por qué no tenía filtro últimamente? Amador le soltó un puñetazo seco en la nariz que se la partió al instante. Anselmo notó el crujido y la sangre saliendo a chorro. Un dolor insoportable le cegó y le hizo sentir una náusea. Acto seguido, y de forma involuntaria, vomitó encima de Jose y un mareo digno del Capitán Haddock le inundó el cráneo entero. Los otros dos empezaron a reírse a carcajadas.
—¡Eh, iros a tomar por culo! Puto riojano de mierda, me has potado encima ¡Te voy a matar!
—Quietito Jose —dijo Amador cogiéndole la mano—, ya le hemos dado bastante cera y no quiero que el jefe me eche la bronca. No le gusta que nos pasemos con los especiales y no quiero pasar la semana que viene en las barbacoas. Lo odio. Huele fatal. Venga, vamos.
Llamaron al timbre, que por supuesto funcionaba, lo que indicaba que había electricidad. Anselmo estuvo a punto de echarse a llorar. Antes del katakroker, la electricidad era su medio de vida. Después de cuatro años sin ver un amperio ni en pintura, aquello le dejó en shock. Cuando pensaba que nada podía sorprenderle más, se abrió la puerta, y su campo de visión se inundó de colores. Rojo, verde, azul cobalto… El Nocturno número dos de Chopin, en su versión de Maurizio Pollini, la más maravillosa que Anselmo había oído en su vida, le inundó el sistema nervioso. Después de cuatro años escuchándolo en su cabeza, hacerlo de verdad, era una sensación casi insoportable. Llegó ese momento en el que Pollini, justo después del trino, toca un mi bemol en lugar de un mi natural. ¿Por qué? Pues porque Maurizio es Dios y si él quiere cambia una nota, desafiando al puto Chopin, consiguiendo un efecto precioso. Y esa nota, ese mi bemol fuera de lugar, esa licencia creativa, la subversión de un genio del piano, le rompió. Después de todo lo que había pasado, escuchar esa canción, y llegar a ese momento del trino, fue demasiado para él. Empezó a llorar. Un llanto puro, de esos que solo la emoción por la música puede provocar. Al verlo, los tres mangarranes que lo traían lo miraron como quien ve un fantasma. —¿Un tío llorando?, no puede ser, debieron pensar—. Sin saber cómo reaccionar, y más intimidados que ante cualquier arma o amenaza, Damián, el más joven, le puso una mano en el hombro. Anselmo, que notó el tacto suave, pensó que aún había algo de esperanza si un hijo de la gran puta sentía algo de lástima por alguien llorando, pero todo se esfumó cuando, por sorpresa, le dio una torta en la nuca.
—¿Eres bujarrón, o qué? Puto llorica de mierda.
Vale, no había esperanza. Mejor así. Todo era más fácil. Amador le empujó al suelo y le puso la bota en la cara. Aunque no apretaba mucho —el miedo al jefe era palpable— le hacía daño, y con la nariz rota la cosa no mejoraba. En ese momento, cuando Anselmo sentía aún el impacto emocional de Chopin, con el campo visual lleno de colores que iban y venían, y con un dolor insoportable en la nariz y en el alma, escuchó una voz. Firme, pero tranquila. Muy grave, parecida a la de Constantino Romero.
—Amador, levanta el pie inmediatamente y ayuda a levantarse al chico.
—Sí, jefe —es increíble cómo cambia la voz cuando pasas de estatus alto a bajo, pensó Anselmo.
—Pídele perdón.
—¿Cómo?
—Que le pidas perdón.
Silencio. Estaba claro que Amador no estaba acostumbrado a pedir perdón, y después de haber humillado a Anselmo durante varias horas y haber estado a punto de matarlo a golpes ese acto de contrición le costaba más que ir a misa un sábado por la tarde.
—Pídele perdón. Ahora.
—Perdón.
—Bien pedido.
—Lo siento mucho.
—Con sentimiento.
—Siento mucho haberte pisado la cabeza. Ha estado mal y no lo volveré a hacer.
—Un mes en las barbacoas.
—Jefe, yo…
—Dos.
—Sí jefe.
—Fuera de aquí. La próxima vez no irás a las barbacoas a trabajar. Vosotros dos, con él a asar. Los especiales vienen sin daños. Ya lo sabéis.
Los tres salieron más rápido que Flash con un apretón, antes de que los dos meses se convirtieran en tres. Anselmo, obviando la referencia a las barbacoas, no pudo dejar pasar la oportunidad de disfrutar, aunque fuera solo un segundo, de un pequeño triunfo. Cuando levantó la vista vio a un hombre alto, guapo, muy guapo incluso —aunque Anselmo era heterosexual sabía reconocer a un tío bueno cuando lo veía— de unos cuarenta años, con pelazo rizado y patillas ya plateadas, pero ni un atisbo de alopecia. Lucía una barba bien cuidada e iba vestido con vaqueros, camiseta blanca de Tommy Hilfiger y una americana azul, de Gucci. Era fácil verlo, el logotipo estaba puesto ahí para que no pasara desapercibido. En los pies, unas zapatillas de Armani, blancas. Guapísimas.
—Ven, siéntate.
El hombre le ayudó a levantarse y le acercó hasta un sofá de color beige, enorme, mullido y tan cómodo que Anselmo deseó dormir allí para siempre y abandonarse a esos almohadones mágicos. Entonces, el hombre cogió un walkie-talkie y dijo:
—Julián, localiza al Doctor Carrasco. En mi casa, ahora. Cambio.
—Marchando jefe, cambio y corto —dijo el pequeño aparato con voz llena de estática. Anselmo, azuzado por un nuevo alarde de tecnología, volvió a centrar su atención en lo que estaba pasando.
—Bueno, antes de nada quiero pedirte disculpas. Mis hombres no han estado a la altura. Siento mucho el daño que te han causado. Ahora mismo vendrá un médico y te curará esas heridas. Creo que sobrevivirás. Debes de estar agotado, ¿quieres beber algo? Agua, coca-cola, una cerveza… —¿En serio, una cervecita fresquita? Estaba a punto de echarse a llorar de nuevo.
—Agua, por favor —no quería excederse y el agua estaba bien. Muy bien. El hombre se levantó y abrió una nevera llena de cervezas Mahou de tercio. Heladas. Maravillosas. Preciosas, incluso. Una puta obra de arte del Renacimiento de los cojones.
—Una cerveza, mejor —a tomar por culo la diplomacia. Esas cervezas eran tercios de Mahou. Putos. Tercios. De Mahou.
—Claro que sí —dijo riendo—. Es mi reserva personal. No quedan muchas y hay que tomarlas pronto… están caducadas, pero siguen estando buenísimas. —Abrió un par y le dio una. Anselmo le dio un trago tan largo que prácticamente la vació, y un escalofrío de placer, rayano en lo sexual, le recorrió todo el cuerpo. Una Mahou helada en un mundo devastado era mejor que un orgasmo. Que dos orgasmos— Bien, me llamo Ángel. ¿Cúal es tu nombre?
—Anselmo, Anselmo Sánchez.
—Encantado Anselmo —dijo estrechándole la mano con fuerza y autoridad, de la manera en que lo hacen los que saben que están por encima. Tenemos mucho de qué hablar.
Hasta ese momento, Anselmo había estado anestesiado, fruto del intenso dolor en la nariz y la cabeza, y la emoción de estar escuchando a Chopin o beberse una Mahou helada. Pero entonces tomó conciencia de dónde estaba y sobre todo, con quién estaba. Había llegado a su objetivo: el jefe supremo de Milagro, Ángel, tal y como le había revelado Koldo, aunque más que un psicópata parecía un tío encantador, lo que le llevó a concluir que era, con toda probabilidad, un puto psicópata. Decidió escuchar y ganar tiempo.
—No me andaré por las ramas. Si estás aquí es porque eres lo que nosotros llamamos un “especial”. Un año después del Holocausto empezamos a observar que algunas personas desarrollaban ciertas cualidades, digamos, curiosas. Hay quienes las llaman poderes, ya sabes, a la gente le encantan las historias fantásticas, pero yo prefiero considerarlas nuevas formas de relacionarnos con el mundo. Nos adaptamos, evolucionamos. Son la oportunidad que nos ha dado la biología para superar esta situación. Hemos estado a punto de acabar con la raza humana, es cierto, pero aquí seguimos. Aquí, en El Milagro, hemos construido algo muy grande, pero debemos cuidarlo. Las cosas ya no son como antes… ahora vivimos en guerra constante por la supervivencia así que o trabajas para la comunidad, o eres su enemigo. ¿Hasta aquí, todo claro?
—Sí.
—Muy bien. Pues entonces, dime: ¿Qué sabes hacer? —Anselmo reflexionó. Era la oportunidad que estaba esperando. Si le explicaba su poder, podía hablarle de su hermana y confiar en que estuviera allí. Había llegado muy lejos y no tenía nada que perder y mucho que ganar.
—Soy ingeniero —se la había jugado con un chiste, pero si le salía bien, se habría ganado un punto positivo.
—Anda, ya veo —dijo, riendo—. Bueno, un ingeniero siempre es bienvenido en El Milagro. Ya habrás visto que hay mucho trabajo que hacer y muchas cosas que fabricar, pero supongo que habrá algo más, ¿no?
—Sí. Tengo sinestesia. Veo la música. Cada nota es un color, así que puedo reconocer una nota de manera exacta sin ninguna referencia. —Anselmo hizo una pausa, para evaluar la cara de Ángel, que escuchaba con atención y sin mostrar reacción alguna. Dijo:
—Eso no es algo extraordinario. Según tengo entendido es algo como un trastorno, por decirlo de alguna manera, ¿no? O más bien una característica. Extraña, sí, pero no extraordinaria.
—Sí, es verdad. Pero hay algo más. —Ángel guardó silencio, esperando a que Anselmo le diera más información—. El tema es que puedo mandar mensajes… telepáticos, por decirlo de alguna manera. Puedo enviar una nota, un MI por ejemplo, el azul, o un SOL, que es el naranja, o combinaciones de varias notas. Y también recibirlas.
—Mmmm, interesante. ¿Y puedes enviarlas a cualquier persona? ¿Por ejemplo a mí? —Ahí estaba, su oportunidad.
—No, solo con mi hermana. La cuestión es que esto ya podíamos hacerlo antes del… Holocausto —por alguna razón, decidió que no era buena idea utilizar el término cariñoso que solía emplear. Suficiente humor por un día—. Sin embargo, después dejé de recibir mensajes, así que supuse que mi hermana estaba muerta. Pero hace unos días recibí uno, de repente. No me lo esperaba. Respondí y he podido intercambiar algún mensaje, pero de forma esporádica. No como antes. Es… extraño. Pero mi hermana está viva, o eso espero al menos. Y tenía la esperanza de encontrarla… aquí.
—Ya veo.
—¿Está aquí? ¿Está aquí Bea?
En ese momento llegó el médico.
Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.
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Y gracias por leerme.