Llovía mucho. Anselmo pensó que el Universo lloraba la muerte de su madre, pero le pareció un cliché tan cursi que le dieron ganas de insultarse a sí mismo. Y como ya no se privaba de nada, como antes del katakroker, lo hizo.
—Puto blando, cursi de mierda.
Si algo tenía estar solo es que daba tiempo a reflexionar. Sin trimestres, facturas, juicios, ni necesidad de gustarle a nadie —cosa que en un mundo sin bollería industrial tampoco era complicado— uno se podía relajar. El fin del mundo era una mierda, pero tenía sus ventajas: si te apetecía algo y te lo podías permitir, lo hacías. Y si le apetecía llamarse puto blando cursi de mierda, lo hacía. Punto.
Tampoco es que hubiera muchas oportunidades de darse un homenaje, las cosas como son. Lo más habitual era luchar por la supervivencia, comer poco, mal o muy mal —ahora cazaba y pescaba y bebía lo que podía, lo que le había traído varios episodios de diarrea y dolores infernales de estómago, que habían ido empeorando con el paso de los meses y cada vez eran más frecuentes— y, muy, muy, muy de vez en cuando, encontrar una lata de conserva o un paquete de embutido al vacío, la puta joya de la corona, aunque eso solo pasó una vez, y en los primeros meses después del katakroker. Aun así, nunca perdía la esperanza de encontrar un paquetito de cinta de lomo. Gloria bendita.
Milagro estaba a unos 70 u 80 kilómetros. Siempre había tenido una especial capacidad para interpretar mapas. Antes del katakroker se entretenía entrando a Google Maps para mirar accidentes geográficos, en España u otros países, así que sabía que solo tenía que seguir el cauce del Ebro y llegaría allí. Además, era una zona que conocía bien, ya que estaba cerca de Calahorra y Alfaro, localidades que había visitado muchas veces cuando trabajaba en Logroño, antes de irse a Madrid a emprender la aventura de ser empresario. Caminar junto al río implicaba recorrer más kilómetros, pero la carretera nacional 232 suponía un riesgo que no estaba dispuesto a correr… las carreteras estaban plagadas de gentuza esperando a quitarte todo. Todo, todo.
El frío y la lluvia le ayudaban a camuflarse, pero también le estaban causando verdaderos problemas. Tenía los pies ateridos y cada vez le costaba más caminar. Si no dejaba de llover y se secaba, las iba a pasar canutas. Así que en cuanto vio unos árboles que parecían frondosos, decidió parar. Descansaría, recogería un poco de agua mientras siguiera lloviendo y esperaría a que escampase. No había visto a nadie desde que salió de Logroño, aunque sabía que estaban por ahí. Cuanto más tardase en encontrar a otros, mejor. Eso solo significaba tener problemas.
Buscó un lugar en el que guarecerse. Vio un rincón en el que la maleza había creado un pequeño hueco, lo hizo algo más grande y se acurrucó. Puso el embudo a recoger agua —era un bien que no podía dejarse escapar— y decidió que era momento de descansar. Se tapó con la lona que tenía para esas ocasiones y se quedó dormido al instante. Al despertar, la botella estaba prácticamente llena, casi no llovía y se sintió algo mejor. Tenía hambre, y con las emociones de los últimos días no había destinado mucho tiempo a buscar comida. Necesitaba cazar. Seguro que sería fácil encontrar algo… algún ave o roedor casi seguro; un ciervo o un jabalí con suerte. Sobrevivir después del katakroker fue difícil. La radiación en las zonas de explosión y la nube de humo perenne tenían parte de culpa. Pero tras cuatro años, la naturaleza se abre camino, como dijera Richard Attenborough en Parque Jurásico, y la falta de actividad humana había acabado de golpe con el cambio climático. Todo empezaba poco a poco a florecer, así que cada vez había más caza y pesca. Tomó el arco y las flechas —había visitado hace tiempo una tienda de caza en Guadalajara— y se lanzó a la búsqueda.
Como había visto y leído en tantas historias apocalípticas sabía que el abc del superviviente es ser sigiloso. Y aunque siempre había sido torpe y ruidoso, el fin del mundo aguza tus habilidades, así que empezó a andar con mucho cuidado, como los Fremen pero sin parecer gilipollas. A los pocos minutos vio una garza. Sabía como el culo pero a buen hambre no hay pan duro, así que apuntó. Vio que necesitaba acercarse un poco más, y cuando dio un paso, sintió cómo su pie era atrapado por algo y se vio arrastrado hacia arriba. Casi ni se dio cuenta hasta que se vio colgado bocabajo de una rama, a unos dos metros de altura. Vale, Anselmo, la has cagado bien—pensó.
—¡Joder!¡Hostia!¡Seré gilipollas!
Ya había topado con trampas en otras ocasiones, pero esta vez había bajado la guardia y le habían pillado. Estaba bien jodido. En el mejor de los casos, algún cabrón vendría en un rato, le daría un tiro en la cabeza, y posiblemente se lo comería. Ya había visto a varios pirados caníbales antes, así que era una posibilidad. En el peor, lo dejarían allí para morir de hambre y sed, y puede que se quedase colgado para siempre. Eso era jodido. Sabía, por las novelas que había leído, que morir bocabajo es una verdadera tortura. La sangre se acumula en la cabeza y el cuello, y a medida que pasa el tiempo aparecen dolores de cabeza insoportables, se inflaman los ojos y sientes que te va a estallar la cabeza. La presión sanguínea va aumentando en la zona y empiezan a romperse vasos sanguíneos aquí y allá, produciendo hemorragias internas. Además, en esa posición el diafragma no trabaja bien, así que empieza a costar respirar. Mucho. Poco a poco los pulmones colapsan y se produce hipoxia cerebral. Y todo esto lento, muy lento.
—De puta madre Anselmo. Eres idiota de los cojones.
Oyó un ruido. A su izquierda. Era una pisada, no había duda. El sujeto no era sigiloso, aunque tampoco lo necesitaba, el que estaba colgado era él. Bien, Anselmo, pues esto sería, se dijo con evidente sorna, aunque relajado. Prefería que le matasen de forma rápida.
—Oye, tío, dame un tiro en la cabeza y acabamos con esto. No tengo ganas de hostias, de verdad.
Nadie contestó. Así que decidió hablar, por lo menos eso le quitaba el miedo a lo que podría pasar en los próximos minutos. Y así solía caer bien a los posibles asesinos; en el pasado le había funcionado. Una vez.
—Tío, de verdad. No pasa nada, te entiendo. Es jodido vivir en estos tiempos. Buena trampa, por cierto, me la he comido entera. No la he visto venir. La verdad que…
—Cállate. —Una voz grave y tranquila que destilaba autoridad. Tanta, que Anselmo obedeció. Entonces notó cómo caía al suelo atraído por el campo gravitatorio terrestre y todo se volvió negro.
*
Cuando despertó, estaba atado a una silla, y un olor muy desagradable le acabó de espabilar. Mierda. Y no era una expresión. Miró abajo: se había cagado.
—¿En serio? Vamos hombre, no me jodas.
—Te has cagado después de atarte. No te hubiera limpiado de ninguna manera, pero oye, gracias por ponérmelo más fácil.
Anselmo miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba bajo tierra. Puede que en un zulo de la época de ETA reconvertido a cómoda residencia postapocalíptica. Sin embargo, había algo de luz: dos huecos en el techo iluminaban la estancia, y algunas velas tintineaban aquí y allá, lo justo para ver que ese tío estaba bien preparado. Repisas con libros, botes de conserva y munición. No vio armas, pero no hacía falta, estaban ahí. Como estaba atado a una silla no podía ver lo que quedaba detrás de él. Tras unos segundos de observar lo que le permitía su cabeza dolorida y embotada, miró directamente a su captor.
—Vale, ¿quién eres y por qué no estoy muerto?
—Te da igual y porque tengo curiosidad.
—Joder, con lo mal que huelo entendería que me matases ahora mismo. Ya puedes tener curiosidad.
—¿Por qué no te importaba que te matara?
—No tengo nada que perder.
—Mentira. Todo el mundo tiene algo que perder. La vida, por ejemplo. Todos los gilipollas que pillo ruegan por su vida y me ofrecen el oro y el moro para que no los mate. Ni te imaginas la de ofertas interesantes que he tenido que rechazar. Tú no. Y decías la verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Responde.
—Tengo algo que hacer. Si no puedo hacerlo, prefiero morir.
—Mira, te lo voy a explicar clarito. Lo que llevas en la mochila ya lo he revisado y no hay nada que no tenga ya. La lona, como mucho; no abundan. Hueles que jodes y lo único que puede salvarte la vida es que me cuentes por qué no te importa morir.
—Vale. ¿Tan aburrido estás?
—Ni te lo imaginas.
Anselmo calló unos segundos. No tenía sentido ponerse terco en esas circunstancias, así que decidió colaborar.
—Fui a casa de mi madre a buscar a mi hermana, pero no estaba allí. Mi madre sí; me la encontré en su mecedora con un tiro en la frente. El viejo del segundo, no tengo ni puta idea de cómo, seguía vivo. Le pregunté amablemente y no me contó más que chorradas, pero dijo una palabra, Milagro. Como no tengo ninguna otra pista, ni otro pito que tocar, me dirijo al pueblo de Milagro, para ver si mi hermana está allí y matar al hijo de puta que asesinó a mi madre a quemarropa. Me suenas muchísimo. ¿Para qué son todos esos discos duros de ahí?
—Recuerdos.
—Ya.
Silencio.
—O sea que te diriges a Milagro, y quieres matarle.
—¿Matar a quién?
—Vale, te voy a soltar. Te vas a ir a duchar, por Dios bendito y vas a lavar esa ropa. No hay lavadora, pero a mano se hacen maravillas. Luego te daré algo de comer y te contaré una historia mientras se seca la ropa. Creo que podría ayudarte. Sé que no me vas a matar. Serías gilipollas, y no tienes pinta de gilipollas, más bien al contrario. ¿Correcto?
—¡Hostia!¡Ya sé quién eres!¡Eres el puto Koldo García!¡El de Ábalos!
*
Después de lavarse y comer algo se sintió mejor. Koldo le había dado una infusión de menta para aliviar el estómago, así que ya no tenía molestias y el dolor de cabeza había remitido. En los cuatro años desde el katakroker había desarrollado un pragmatismo rayano en la crueldad —el fin del mundo tiene esas cosas— así que si esto le hubiera ocurrido unos días antes, ya habría matado al grandullón y se habría quedado a vivir allí, pero las circunstancias habían cambiado. Tanto, que ya no se reconocía a sí mismo. Su madre y su hermana no se le iban de la cabeza, pero si algo le atormentaba era cómo estaría Bea. No podía hacer nada por su madre —más allá de la venganza, desde luego— así que se concentraba en lo único en lo que tenía esperanza, por pequeña que fuera. Además, Koldo no le había tratado mal, y no le había matado, aun oliendo a mierda con fuerza inusitada. Eso merecía respeto. Sentía un leve sentimiento de vergüenza por haberse cagado encima, pero no como en tiempos pre kakatroker, en los que se habría metido en casa para no salir jamás. Ahora las emociones inútiles se vivían de otra manera. En cualquier caso, no se fiaba del todo. Nada impedía que le descerrajase un tiro en la nuca sin avisar. Además, ese tío era el puto Koldo García. En febrero de 2024, siete meses antes del katakroker, había saltado a la palestra por un caso de corrupción en la compra de mascarillas durante la pandemia. Al parecer, era asistente —o algo parecido— del ex ministro de transporte, José Luis Ábalos, quien estaba también de mierda hasta el cuello. Pero un holocausto nuclear les había librado del proceso judicial, qué cosas. Vamos, que a priori no era un tío de fiar. Tiene cojones —pensó— cuatro años sin ver a nadie conocido y en una semana he visto a mi madre muerta y a un puto personaje de la España más cañí. La vida tiene cosas maravillosas.
Koldo se acercó, cogió una silla y se sentó frente a él. No era hombre de preámbulos, y habló directamente:
—No te voy a dar de comer para siempre ni te voy a dar infusiones de menta como si fuera tu abuelito. Estás vivo porque hemos hecho un trato. Y de momento lo has cumplido. Tú me has dicho la verdad y yo te he prometido contarte una historia. ¿Correcto?
—Correcto. Soy todo oídos.
—De acuerdo. —Anselmo estaba ansioso por saber qué le tendría que contar Koldo, sobre todo desde que dijo “matarle”. ¿Sería posible que ese tío le pudiera dar alguna pista de dónde estaba Bea?
—No tengo ni puta idea de si tu hermana está viva y en Milagro. Pero lo que sí sé es que allí hay mucha actividad.
—¿En Milagro?
—Sí, no me interrumpas. —Anselmo levantó las manos en señal de disculpa y decidió atender en silencio— No sé si el viejo con el que hablaste estaba cuerdo o no, pero en Milagro sí hay gente que cuadra con lo que te dijo. Son unos salvajes que se dedican a robar y asesinar sin ningún pudor. Van por ahí diciendo que tienen poderes y muchos de los pringaos que han pasado por aquí hablan de ellos como si fueran fantasmas mitológicos o algo así; tienen un buen agente de marketing, de eso no hay duda. —Anselmo se echó hacia delante. Era mucha coincidencia que el viejo le dijera eso y ahora Koldo le confirmase que esa gente de Milagro era una especie de grupo criminal organizado. Cuadraba con la muerte gratuita de su madre, una anciana que no representaba ninguna amenaza. Koldo continuó:
—Yo vivía en Madrid cuando ocurrió todo. Ya sabes quién soy, así que también sabes qué hacía allí. Las bombas me pillaron en el Ministerio, reunido con un alto cargo del partido. No sé cómo, pero sobrevivimos, y cuando pasadas unas semanas comprobamos que nada nos unía ya a ese lugar, nos marchamos. Él era de Milagro, así que me pareció una opción tan buena como otra cualquiera. En aquel momento estaba bastante desbordado con todo y me dejé llevar. Nos costó unos meses, pero en general hicimos un viaje tranquilo. Pero al llegar cerca de Milagro, nos cazaron. Era un grupo de cinco personas, armados hasta los dientes así que , aunque yo los hubiera molido a hostias, no opusimos resistencia. Nos dieron unos cuantos puñetazos para que quedara claro quién mandaba y asunto resuelto. Yo fui portero de discoteca así que no fue tan terrible, pero mi amigo lo pasó peor. —Anselmo pensó en que para tumbar a ese tío había que darle mucho y muy fuerte—. En todo caso nos llevaron ante el jefe: Ángel Martínez. Pese a su nombre, es un puto psicópata. Debía ser consultor o algo así, no lo tengo muy claro, en una empresa multinacional de esas que contratan las empresas grandes para que les ayuden con el management —dijo con tono de burla—, y se cree un experto en gestión de equipos. Tanto, que ha instaurado un sistema de gobierno que solo le favorece a él. Gestión de equipos de primera. Tiene a un grupo de sicarios trabajando para él. Los manda a diversos lugares a conseguir comida, armas… lo que sea. Si las víctimas no oponen resistencia las llevan a Milagro y allí les ponen a trabajar. Si se quejan, los matan. A mi amigo lo pusieron a llevar las cuentas: escandallos, entradas y salidas de material… Era un buen gestor y encajó pronto. Además, era un buen trabajo: no te tenías que manchar las manos de sangre. Pero a mí me pusieron en uno de los comandos. Supongo que al ser un tío grande y fuerte lo vieron lógico. No soy ningún santo, pero no soy un asesino. Y durante unos meses, vi tantas salvajadas que no pude más y me marché. De esto hace ya dos años y medio. Desde entonces, he oído rumores y escuchado leyendas. Súper hombres con poderes que arrancan cabezas de cuajo o que se meten en tu cabeza y te leen los pensamientos.
—¡Espera! ¡El viejo habló de eso! Dijo que se le metieron en la cabeza y que dolía.
—Ya… No lo sé. No sé qué pensar, la verdad. Pero sí puedo decirte algo: desde hace un tiempo, sé quién miente y quién no. No sé cómo, ni por qué, pero lo sé. Lo… veo, o algo así. No sé cómo explicarlo —te entiendo más de lo que crees, pensó Anselmo, pero consideró que era mejor no compartir su condición de bicho raro—. Bueno, da igual, es una gilipollez. El tema es que esos hijos de puta son muy fuertes. Están organizados, tienen armas y Ángel se ha encargado de que los más sádicos formen su ejército. El resto de la gente trabaja para él. Los tiene explotados y mal alimentados. Es como un puto campo de concentración. Si le gusta una tía, se la lleva a casa. Si necesita una silla, pide un carpintero. Si se le antoja un traje, manda a buscarlo a alguna tienda de Pamplona o Logroño. Es un puto megalómano al que el holocausto le ha venido de puta madre. ¿Tu hermana es guapa? —A Anselmo se le revolvió el estómago de nuevo. Pensar en que alguien pudiera abusar de su hermana le ponía enfermo.
—Sí.
—Ya.
Silencio.
—¿Y ahora qué, voy a allí y le pregunto si tiene a mi hermana y nos reunimos contentos y felices?
—No lo sé y me importa una mierda. Yo no pienso ir; si me ven, me matarán. Solo te he contado lo que sé. Haz con la información lo que quieras, me la trae floja, pero si vuelves, no te daré ninguna infusión, eso te lo aseguro. Te vas mañana y te irás con los ojos tapados para que no sepas volver. No quiero volver a verte nunca más. —Precaución. Lo entendía. Lo respetaba.
—De acuerdo.
—Pues listo entonces.
—Una cosa. ¿Me devolverás la lona?
—No, considéralo un pago por la comida, la infusión y el puto olor a mierda que me has dejado. Va a costar días que se vaya.
—Vale, lo veo justo. Otra cosa: ¿tu amigo, el del partido, sigue allí?
—No tengo ni puta idea, y me la suda. Pero si lo encuentras y le dices que me has visto, te buscaré y te arrancaré los huevos. Y ándate con ojo. Allí solo sobrevives si eres un sádico. He visto cómo torturan a la gente solo por placer. Ni te imaginas la creatividad que tienen para hacer putadas a la gente. Son como un híbrido entre las SS y la Inquisición, pero con acento de la ribera. Yo no lo soporté. Eso sí, si tu hermana está buena lo tiene jodido. No es que quiera hacer sangre, pero no deberías hacerte ilusiones. Sinceramente, creo que tu única opción es formar parte de ellos y, una vez dentro, intentar sacarla, aunque creo que no tienes ninguna posibilidad. Lo más probable es que, si no está muerta y la encuentras, os maten a los dos. Y no con un tiro en la cabeza precisamente.
—Chupi.
—Sí, muy chupi.
—Me vendría bien un poco de ayuda —le dijo Anselmo, con poca convicción.
—Ya te la he dado. Más de la que he dado a nadie nunca. Y yo sí tengo algo que perder. Por muy asqueroso que sea el mundo que tenemos ahora, estoy vivo y quiero seguir así durante mucho tiempo, ¿correcto?
—Siempre dices “correcto”.
—¿Te molesta?
—No, es curioso, sin más.
—Eres un tío muy extraño.
—Joder, y me lo dices tú, que salías en los telediarios todos los días antes del katakroker.
—¿Katakroker? ¿Por qué lo llamas así?
—Es una broma mía.
—¿Lo ves? Eres muy extraño. Pero la verdad es que tienes gracia.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Ya.
—Voy a ponerte una brida mientras duermes. Que seas gracioso no significa que no me la puedas liar. También eres muy listo.
—Yo haría lo mismo.
—Me lo imagino. Si has sobrevivido cuatro años es por algo.
Anselmo se dejó hacer. No tenía motivos para sospechar que estuviera en peligro esa noche… más bien al contrario. Así que se tumbó para dormir; estaba agotado. Cuando cerró los ojos empezó a pensar en toda la información que le había vomitado Koldo y temió pasar la noche en vela, pero estaba tan cansado que se durmió al instante.
Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.
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Y gracias por leerme.