Hoy he vivido una experiencia aterradora que, sin duda, debe ser contada. No por mi tranquilidad, purgando la ansiedad generada y trasladándosela al prójimo, sino más bien para evitar males mayores.
Para conseguir el máximo realismo, y en interés de una mejor narrativa, contaré la historia en pretérito perfecto. Quién sabe si salvará la vida de alguien.
Era mi último día de vacaciones y ante la perspectiva de un fin de semana lluvioso, un paseo por el bosque se me antojó una idea estupenda. Sol, ejercicio y un ratito para mí solo. ¿Qué podría salir mal?
Como hacía ya tiempo que no iba a la Grajera, un bucólico pantano – o más bien podrías llamarlo charca – cercano a Logroño, donde nací y aún vivo, me pareció genial dar un paseo viendo el lago, y como era día laborable y primero de septiembre, la tranquilidad estaba asegurada.
Aparqué el coche y cogí la mochila; me puse los auriculares y entré en Spotify. Busqué el último disco de Björk – no había tenido tiempo de escucharlo con calma – y vive Dios que es un disco que hay que darle tiempo… mucho tiempo, pardiez. Sencillamente, parecía una ocasión perfecta para esa tarea pendiente.
Con la música sonando a buen nivel arranqué mi paseo. A los 10 minutos había cogido buen paso y entre árboles, arbustos y música, dejé que mi cabeza volara libre. Algunas de mis mejores ideas han surgido en momentos como éste, así que los aprovecho todo lo que puedo.
Tres o cuatro peregrinos, un runner y un par de familias apurando los últimos días del caluroso verano fue todo lo que vi. Calma total. Estaba rozando esa sensación de plenitud que aparece cuando las endorfinas empiezan a fluir por el torrente sanguíneo cuando a unos 20 metros por delante, vi una ardilla bajando ágil y veloz por el tronco de un árbol. Siempre me han gustado las ardillas, sus gráciles movimientos y esa sensación de estar viendo un dibujo animado.
La ardilla llegó al sendero por el que yo estaba caminando y se paró en el centro. Mirándome. Qué graciosa – pensé – seguro que en cuanto me acerque se aleja a toda prisa.
Pero no.
La ardilla se quedó quieta, mirándome, sin inmutarse mientras yo seguía acercándome, hasta que nos quedamos quietos, cara a cara, en mitad del camino.
Como cuando te cruzas en la calle con alguien, amagué con un paso a la derecha, pero la ardilla me cortó el paso. Un escalofrío recorrió mi espalda. Amagué a la izquierda y de nuevo la ardilla, impertérrita, me bloqueó sin dudarlo.
Lo reconozco, sentí miedo.
Mi imaginación, por naturaleza inquieta, empezó a trabajar en mi contra. Una pregunta surgió en mi mente, por encima de todo lo demás: ¿Está sola? ¿O estoy rodeado por un grupo de ardillas que han venido a pedirme comida, o a secuestrarme para torturarme hasta sacarme todo lo que sepa? O peor aún… a abusar de mí.
Que si fuera sábado, quién sabe.
Me di la vuelta, aterrado y seguro de que otras tres ardillas me esperaban para abalanzarse sobre mí.
Sentí ganas de correr, pero un fugaz pensamiento apareció ante mis ojos… “¿Habrá alguien cerca? ¿Qué pensarán si ven a 100 kilos de carne ibérica correr delante de una ardilla de 15 centímetros de altura?»
Mi ego y mi instinto de supervivencia pugnaban por imponerse. ¿Sobrevivir o mantener intacta mi reputación? Todo esto pasó por mi perturbada mente mientras me giraba para asegurarme de que solo una ardilla me acechaba y la música de Björk imponía su atmósfera opresiva. Ahora sabía que ese fondo musical no había sido una buena elección. Apenas un segundo me costó comprobar que mi cabeza estaba conspirando contra mí y que estaba completamente solo. Me volví hacia mi solitaria acosadora.
Pero se había ido.
Ni rastro del pequeño roedor.
Apenas un leve rastro en mi columna vertebral en forma de sudor frío, pese a que la amenaza se había esfumado. El miedo seguía conmigo, pegajoso, sólido, una forma indeterminada en el fondo de mi cerebro.
La paz que tanto ansiaba se había esfumado como un pedo en el viento, como diría el alcaide de la cárcel de Shawshank. Tenía que volver al coche, y no iba a ser fácil en un bosque lleno de ardillas violadoras.
Anduve todo lo rápido que pude, mirando cada cierto tiempo hacia atrás, seguro de que me seguían. Solo cuando, al girar en una curva, me encontré con un peregrino, reduje mi ritmo y, discretamente cerca, avancé con él hasta llegar al aparcamiento.
Entré en el coche y cerré con llave. Arranqué y me fui de allí como alma que lleva el diablo.
Ahora, sano y salvo, puedo contar mi historia. Pero quién sabe qué podría haber pasado.
Y no tengo pruebas, pero tampoco dudas: una revolución está cerca; silenciosa, lenta pero inevitable. Esos pequeños bichos conspiran contra nosotros. Son mucho más inteligentes de lo que pensamos y están organizados, oh ya lo creo que lo están. Y lo peor de todo: no tienen prisa y absolutamente nada que perder.
Escondidas tras su aspecto encantador son bestias sin escrúpulos que solo tienen un objetivo, claro y perfectamente planificado:
Dominar el mundo.
Y quién sabe, quizá sea lo mejor.
Hoy, aún con miedo en el cuerpo por lo que hubiera supuesto una agresión, posiblemente más allá de lo meramente violento, estoy seguro, solo espero que a partir de ahora, si veis una ardilla, no os dejéis engañar por su aspecto encantador y hagáis lo único que puede salvaros.
¡CORRED, INSENSATOS!