Beethoven era un torpe

beethoven era un torpe

Puede que pienses “de qué va este flipao” o «quién se cree que es». Porque Beethoven era un genio, y tienes toda la razón, lo era. Pero también era un torpe. Me reafirmo.

Tampoco creo que sea ninguna deshonra. Nadie es bueno en todo. Algunas personas son genios de las matemáticas o la física pero carecen de empatía, como el entrañable Sheldon Cooper.

Otras son poco hábiles con los números, pero genios con las palabras, capaces de escribir las más bellas historias.

Y algunos seres tienen tan mal carácter que poco importa lo brillantes que sean: son inaguantables.

Así que tampoco la afirmación que da título a este artículo es tan descabellada ni políticamente incorrecta (en un momento en que casi todo lo es) si te paras a pensar un poco.

Tú, que lees esto, tienes tus cosas buenas y malas. Y por supuesto, yo, que lo escribo, también, faltaría más.

Porque es una condición del ser humano, del Universo incluso: la imperfección.

Desde este punto de vista, todos los habitantes de este loco planeta somos iguales, imperfectos y erráticos, capaces de las más increíbles proezas y de las más sonoras cagadas.

¿Y por qué te cuento todo esto? – pensarás – Pues por una historia maravillosa que tiene su centro en el músico más grandioso de la historia europea, un par de científicos españoles, y que se “orquesta” (chistaco) en torno a un misterio que ha tardado más de 200 años en resolverse.

Un misterio que tiene mucho que ver con la ingeniería, la industria y la mejora continua.

Early Adopter

En 1815, el inventor alemán Johann Mäzel inventa el metrónomo, uno de los artilugios que, pese a su sencillez, ha revolucionado la música, haciendo posible que cualquier músico pueda definir la velocidad con la que debe interpretarse una pieza.

Y convirtiéndose, a la sazón, en el peor artefacto de tortura para un estudiante de música.

No es de extrañar que en el año 1817, el gran Ludwig, un músico virtuoso y detallista, flipase en colores con el aparatito de marras y lo adoptase como su protegido. Dicho y hecho, a partir de ese momento, el bueno de Beety empezó a poner indicaciones metronímicas, o sea, la velocidad a la que ÉL, como creador, consideraba que debían interpretarse sus obras.

Resumen: Beethoven, early y apasionado adopter del metrónomo. No había betas más sofisticadas. Ay, si hubiera conocido Reaper Cubase

Hasta aquí, todo bien.

El problema surge cuando los músicos se ponen a interpretar las piezas de Beethoven con sus indicaciones, como debe ser, y son incapaces. La velocidad es extrema. A toda pastilla. Más rápido que el Ministro Ábalos comprando el último iphone.

Y lo más increíble de todo: eso no era propio de Ludwig. Era demasiado detallista, demasiado genio, demasiado demasiado.

¿Cómo era posible?

Sherlock Martín e Iñaki Watson

El ser humano es curioso. Si hay algo que nos pone es un misterio. Y si hay algo que nos pone más es un misterio que tarda siglos en resolverse. Nos sentimos Indiana Jones o el del Código Da Vinci (me gustó tan poco ese libro que no recuerdo ni cómo se llama el personaje de Tom Hanks y no lo pienso buscar).

Y hete aquí, que la peña empezó a hacer elucubraciones. Teorías o hipótesis más o menos peregrinas pero todas ellas plausibles. La más obvia, la famosa sordera progresiva del de Bonn. Pero no parece que sea algo que se pueda demostrar, así que se quedó en eso: una posibilidad.

Otra idea fue que la interpretación haya ido evolucionando con el tiempo, y que los cambios culturales hayan influido en nuestra percepción del tempo. Pero los dedos de los violinistas no decían lo mismo.

El misterio seguía ahí, con sonrisita chulesca mirándonos con sorna: no lo vais a resolver, pringaos.

Hasta que llegaron ellos: Almudena Martín Castro e Iñaki Úcar. Dos cracks.

Ella, una mujer polifacética y claro, curiosa, muy curiosa, que estudió bellas artes, luego física, luego piano (no sé si este es el orden pero da igual, me muero de envidia).

Él, un ingeniero en telecomunicaciones, titulado superior en música en la especialidad de clarinete, científico… bueno, otro culo de mal asiento. También me da envidia.

Personas con ese enfoque tan multidisciplinar encaran los problemas desde diferentes perspectivas, y dado que era un tema que combinaba sus tres pasiones – arte, física y música – decidieron investigarlo.

Y lo dieron todo: modelos matemáticos, estadística, física, algoritmos… estudiaron mil piezas musicales interpretadas por otros tantos músicos, buscando pistas, rastros, como si de un dueto Sherlock/ Watson musical se tratase (no en vano, Holmes tocaba el violín, véase el paralelismo).

Ahora vendría el triunfo del héroe, ¿verdad?

Pues no.

Las conclusiones de su investigación no encontraban una explicación. Pero sí que mostraban una tendencia, un patrón. Invariablemente, la diferencia entre la marca metronímica de Beethoven (rápida) y la que parecía natural a la hora de tocar (surgía de forma espontánea al interpretar las piezas por músicos profesionales y más lenta) era de 12 pulsaciones por minuto.

El misterio se complicaba aún más.

Mierda.

¿Qué es un metrónomo?

Y ahí seguía el misterio, con cara de cabrito y más subidito que nunca. Ni con ciencia de datos vais a poder conmigo, atontaos.

Ay, misterio. El que ríe el último ríe mejor.

Almudena e Iñaki no desesperaron. Siguieron haciendo pruebas, pensando (muy recomendable). Y un día, de pronto, surgió la idea.

Pero antes de nada, te explicaré cómo funciona un metrónomo. Es bastante sencillo: el metrónomo básicamente es una escala con un péndulo delante de ella. Aunque no es un péndulo que cuelga, como el de un reloj, si no un péndulo que oscila anclado en la parte de abajo. Una serie de mecanismos interiores hacen que el péndulo oscile a una velocidad fija tras darle cuerda.

Básicamente es un reloj que funciona al ritmo que le digamos. En la parte de abajo de la escala tenemos las velocidades altas y en la parte de arriba las bajas. ¿Y cómo seleccionamos una velocidad u otra? Gracias al cursor: una pieza metálica encastrada en el péndulo que subimos o bajamos para indicar qué velocidad queremos.

¿Fácil, no?

Contenido del artículo
Un metrónomo vintage, como yo, que cada vez soy más vintage

Pues ojo, que aquí llega el giro de guion.

Este cursor no es una línea o un punto. De hecho, es una pieza que DEBE tener peso para que el péndulo pueda oscilar. Luego si tiene peso, tiene volumen y por tanto dimensiones…

Atiende, que aquí viene lo bueno: el cursor mide 1,5cm de longitud, así que, ¿Cómo indicamos la velocidad, con la parte de arriba o con la parte de abajo?

¡Eureka!

¿Y si Beethoven estaba leyendo la indicación de la parte de abajo del cursor (más rápida) en lugar de la parte que REALMENTE indicaba la velocidad, la de arriba, más lenta?

¿Y si Beethoven era un torpe?

Un genio, pero un torpe.

12 BPM

Vivimos en una época en la que se puede decir cualquier barbaridad sin tener pruebas y quedar como un experto, solo hay que decir “tengo pruebas” y no enseñarlas. Siempre hay alguien que te cree.

Pero cuando REALMENTE presentas las pruebas es casi una experiencia religiosa, como cantase otro gran genio de la música (espero que hayas notado la ironía).

La hipótesis de Almudena e Iñaki parecía muy plausible. Máxime cuando la longitud del cursor, 1,5 cm corresponde exactamente con 12 BPM, que era el patrón que habían descubierto en sus investigaciones. Tenía todo el sentido del mundo, y aunque hubiera que asumir que Ludwig era un poco torpe (bien podríamos darle un respiro porque el metrónomo era de reciente creación) las piezas parecían encajar.

Pero no había pruebas.

O simplemente, aún no las habíamos visto…

Aquí llega el patapúm:

En una partitura original, escrita por el mismísimo Beethoven, había una inscripción de su puño y letra: ¿108 o 120?

120 – 108 = 12

¡12! ¡Sí! ¡El propio Ludwig dudó y lo dejó por escrito!

Ahí estaba. Beethoven, uno de los más grandes genios de toda la historia, estaba midiendo mal.

Errores de medición

Está bien. Aterricemos un segundo. Almudena e Iñaki habían desentrañado un misterio que llevaba atormentando a los músicos durante más de 200 años. Bueno, igual “atormentando” es un poco exagerado, pero sí tocando un poco los webs.

Y todo por un aparente error de nada. Una interpretación errónea de las mediciones o, si lo prefieres, una mala usabilidad de producto.

Aunque quizá no se trate de un error tan trivial.

¿Acaso un error de una décima de grado en la definición de un rumbo es trivial? Depende: si vas a cruzar la calle, un error de una décima, o incluso de 30 grados, no van a ningún lado (véase el juego de palabras; si es que no me aguanto ni yo). Pero si el viaje es a Plutón, un error te puede llevar, literalmente, a tomar por saco.

En otras palabras. Medir es imprescindible, pero si no tienes una referencia, no vale para nada. ¿Y cómo obtenemos esa referencia? Calibrando nuestros aparatos de medida.

La medición industrial, por ejemplo, es imprescindible para la mejora en la gestión y el control operacional, pero debe tener FIABILIDAD.

¿Alguna vez has dudado de los resultados de una medición? Probablemente. A mí desde luego me ha pasado. La entropía del Universo siempre está ahí, tocando las bowlings. Por eso es tan importante asegurarse de que las mediciones son correctas, están calibradas y son fiables.

Y no vayamos a pensar que eso no nos puede pasar. Le pasó a Beethoven (que pese a lo que diga el título, no era ningún torpe) y nos puede pasar a cualquiera. A ti, y a mí.

A no ser que cuentes con un sistema de medición digital (que reduce los errores de todo tipo) que haga el trabajo sucio y te deje a ti lo que verdaderamente sabes hacer: tomar decisiones.

Mediciones y emociones

Es decir, en todo proceso de medición (industrial, marketing, biología) necesitamos un sistema de medición. Sin errores, sin desviaciones. Datos fiables que te permitan tomar decisiones basadas en evidencias.

Debes tener el metrónomo perfectamente calibrado para saber si tu proyecto debe sonar a 108 BPM o a 120 BPM. Para que todo fluya como una obra de Beethoven: sincronizada, armonizada, optimizada.

En resumidas cuentas, nada es fiable si no tienes una referencia, un ancla, un punto de apoyo. Y esto, que parece tener mucho sentido a nivel profesional, adquiere dimensiones críticas cuando hablamos de nuestra vida personal y emocional.

El problema es que nuestro mundo interior no puede medirse con un metro o una báscula. Es etéreo y subjetivo, inasible.

O quizá no tanto.

Es cierto, no podemos saber si estamos 4,5 sobre 10 de tristes, nerviosos o angustiados, pero tenemos indicadores CUALITATIVOS, y tenemos referencias, momentos de claridad con los que podemos comparar. Y más aún, tenemos disparadores: momentos críticos que desencadenan en nosotros un cocktail bioquímico que nos pone el cuerpo patas arriba. Aprender a detectar estos disparadores es fundamental para nuestro bienestar. Y no es fácil, porque muchas veces son completamente involuntarios… pero cuando descubres lo que no funciona, lo que te dispara; cuando descubres que estás utilizando mal tu metrónomo… ay, querida, es ahí cuando se hace la luz y te das cuenta de que sí, has sido torpe, pero hay solución.

¿Y sabes qué?

Yo soy increíblemente torpe.

PD: Si quieres escuchar la historia, contada por los verdaderos protagonistas, y flipar un rato, aquí tienes un enlace para que lo goces un rato:

https://www.eitb.eus/es/divulgacion/naukas/videos/detalle/8345640/video-almudena-m-castro-e-inaki-ucar-el-metronomo-de-beethoven-naukas-bilbao-2021
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Gonzalo Villar | Piano - Teatro - Ciencia
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