Hay pocas cosas peores que tener frío. Frío de verdad, del que se mete en los huesos y uno siente que la vida se le escapa y no le queda energía interior para combatirlo.
Ese frío se repetía noche tras noche, día tras día, pero en esa ocasión se hizo especialmente presente, casi sólido. Tanto que dolía. Enero en Logroño puede ser muy duro, sobre todo si no existe un Logroño como tal, con sus calderas, sus radiadores y sus climatizaciones. Empezó a mover las piernas, rozándolas con el ajado saco de dormir, haciendo ese ruido como de pisar nieve que al final le resultó más molesto que otra cosa. Decidió levantarse y encender un fuego. Total, ya no iba a poder dormirse.
Vivía —llevaba un mes allí y eso en aquellas circunstancias era casi vivir— en el décimo piso de un edificio de apartamentos de la Gran Vía logroñesa que en otra vida fue de gente pija. Ahora, años después del gran cataclismo – o katakroker, como lo llamaba medio en broma recordando tiempos mejores — estaban ocupados por gente que iba y venía, nómadas. Aunque él prefería llamarlos directamente hijos de puta, porque eso es lo que eran.
Anselmo era un tío sensible y amable. Y listo: “Más listo quelaire”, decía su abuela. Pero estos últimos años, se había vuelto más huraño. Es lo que tiene estar solo, claro. Así que decía tacos para desahogarse. Total, nadie le iba a llamar la atención… Y aun así se sentía extraño; en otra vida, que tan lejos y tan cerca quedaba, jamás hubiera hablado así. Vaya puta mierda, hostia, joder, el coño de tu madre. Nunca mecagoendios. Tacos, sí. Juramentos, ni de coña. Su padre le hubiera dado un capón.
No se explicaba muy bien cómo había podido aguantar allí un mes, pero así era. Normalmente, pasada una semana, en el peor de los casos, algún cabrón entraba como un elefante en una cacharrería y era o él o tú. En el mejor, entraba sin hacer ruido y te limpiaba hasta el polvo. Y esto le había pasado tres o cuatro veces en su periplo desde Madrid. Pero aquí, en este edificio donde todo olía a riesgo, había aguantado ya un mes. Una proeza, cojones.
A veces tenía la sensación de que no había pasado el tiempo y seguía siendo un ingeniero más o menos competente, con su vida ordenada, sus vacaciones, sus series y sus libros. Pero otras, le parecía que ya había nacido en este puto planeta destruido. Cuatro años. Cuatro putos años de mierda desde que el Hijo de Putin había apretado el botón rojo. Y claro, Naranjito no iba a ser menos. ¡Defensores del mundo libre, hagamos lo que haya que hacer para proteger la Democracia! Pues ala, a tomar por culo democracia, fascismo, comunismo y todos los ismos de mierda. Todo arrasado. Caput. Prou. Ariquitáun, atocotó, achilipú. KA. TA. KRO. KER.
Lo que más echaba de menos era el olor a café y pan tostado por la mañana. Mmmmm, casi se le ponía dura. Y la música, joder, eso era lo peor. Canturreaba todo el día y hacía ruiditos de tambores con la boca, sí, pero no era suficiente, no lo sentía igual. Desde que era un niño sintió la música de forma muy intensa. Una canción podía erizarle la piel y hacerle llorar, o todo lo contrario, llevándolo a una euforia desmedida, inoportuna. Tenía lo que los neurocientíficos llamaban oído absoluto. Vamos, que escuchaba una nota y sabía cuál era. Así, sin nada más, sin una referencia, a palo seco. Aún recordaba cómo jugaba con su hermana melliza y el CASIO PT100 que les regaló su abuela. Su hermana le hacía girarse y tocaba una tecla, negra a ser posible, para putear. Y él siempre la clavaba. Sol sostenido. La bemol. Si natural. Daba igual, él lo sabía. Luego subían el nivel y entonces Bea tocaba un intervalo. Mismo resultado: una cuarta, do natural y fa. Una sexta, mi bemol y si natural. Y volvían a subir el nivel. Re bemol mayor séptima novena. Nunca fallaba. Y Bea, tampoco. Eran como los hermanos Maximoff, solo que su súper poder era una súper mierda que no valía para nada. Y menos ahora en un mundo postapocalíptico.
Aunque además, estaba… eso.
Algo que ocultaron a todo el mundo, incluso a sus padres. Al principio no sabían lo que era y les daba miedo. Pero luego, cuando vieron que no les hacía daño y que lo podían ocultar fácilmente, se acostumbraron a vivir con ello y, simplemente, formaba parte de su vida, como ir a mear. Anselmo y Bea veían las notas musicales. Cada nota tenía un color: el DO, rojo; el RE verde. MI, azul, FA marrón, SOL naranja; amarillo huevo para el LA y amarillo lima para el SI. Y todo un abanico de colores intermedios para los semitonos. Lo de los amarillos había sido un problema hasta que decidieron bautizarlos con huevo y lima. Era lo que los neurocientíficos llamaban sinestesia.
Pero la cosa no se quedaba ahí. No. Para nada.
Porque Anselmo y Bea podían enviarse notas musicales. Lo que Stephen King llamaba telepatía. Una telepatía de mierda, también es verdad, porque solo podían transmitirse notas musicales. Ojalá hubieran podido hablar, mandarse mensajes de verdad (anda que no les hubiera venido bien para ayudarse en los exámenes) pero no. Eran unos putos bichos raros con poderes de mierda que no servían ni para limpiarse el culo. Eso sí, daba igual la distancia. Podían estar a miles de kilómetros, y el color llegaba claro y conciso. No importaba que estuvieran “viendo” la música que sonase en un bar o en la cadena musical de casa: si llegaba un mensaje de su hermana, se ponía por delante de todo. Él simplemente sabía que era su hermana que le estaba mandado un DO, o un RE. O un MI, su favorito. El azul; azul cobalto.
Pero la vida siguió. El trabajo, las parejas, la vida… y los mensajes, fueron bajando en frecuencia. Hasta que pararon por completo hace cuatro años. Katakroker y tal.
El fuego ya calentaba. Acercó las manos y sintió ese placer que se siente cuando se tiene frío de verdad. Pero claro, una vez solventado el frío, llegaron el hambre y la sed. Joder, tenía que salir a buscar comida y agua. Estaba seco. Giró la cabeza y miró el piano. Esa había sido la razón para quedarse en esa casa. Cuando entró un mes antes y lo vio, se quedó mirándolo, embelesado. Solo quería tocarlo. Se moría de ganas de tocar el Nocturno número 2 de Chopin. Solo veía el si bemol con el que empieza, pianissimo. Y sin embargo, no lo había hecho. Le daba miedo que alguien lo escuchara, que tuviera que irse y perder la oportunidad de tocarlo. Puto cagón de mierda. Ver el piano le removió por dentro. Casi notó el dolor en sus entrañas y no pudo evitar, como tantas veces le pasaba, evocar aquel día de septiembre de 2024.
Septiembre es un mes molón. No hace ese calor pegajoso y asfixiante, que en Madrid adopta dimensiones bíblicas, ni el frío de enero. Los días no son tan largos, pero lo suficiente como para que el vermú torero tenga luz hasta casi la cena. Ese jueves, sin embargo, Anselmo tenía la cabeza lejos de Madrid. En Ucrania, de hecho.
En febrero de 2022, Vladimir Putin invadió Ucrania, generando en la vieja Europa la crisis más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Pero en el verano del 2024, las fuerzas ucranianas se habían internado en la región del Kursk con el objetivo de ganar puntos para una negociación que nadie esperaba que llegara a ocurrir. Putin estaba de muy mala leche y con su eufemismo típico de dictador, había amenazado con usar “armas nucleares tácticas”. Pero como en el cuento de Pedro y el Lobo, lo había hecho tantas veces que ya nadie le creía. Sin embargo, esta vez parecía diferente. Los medios de comunicación (que siempre buscan no generar pánico) estaban dando la turra con que esta vez, tito Vladi no iba de farol. La OTAN estaba subiendo el tono y los chinos, siempre en pro de la paz, estaban echando leña al fuego. Para colmo, Israel estaba a punto de entrar en Guerra con Irán, y Palestina seguía siendo un polvorín. Donald Trump, con la cabeza (y el tupé) puestos en ganar el Premio Nobel de la Paz, no paraba de asegurar con vehemencia que él iba a solucionarlo todo en un mes… lo que generaba aún más incertidumbre.
Con este panorama tan halagüeño, Anselmo llevaba tiempo con ganas de ir a casa. No es que estuviera preocupado, pero… ya se sabe, hombre previsor vale por dos. Al día siguiente era el día grande de las fiestas de San Mateo — el chupinazo — y esa misma tarde, después del curro, se iría, después de muchos meses, a su casa. La ocasión la pintan calva, oiga.
Era un plan sin fisuras. A las tres de la tarde, ni un minuto más, se iría a Logroño. Por Soria, por supuesto, que por Burgos se hace muy largo. Además, su oficina estaba en las afueras de Madrid y le pillaba perfecto: directito a la A-2. Pararía a echar un bocado en el 103, como siempre hacía su padre.
Vería a su madre y con un poco de suerte a su hermana. Aunque estaba tan ocupada en la Consejería de Cultura que en plenos sanmateos, a saber. Lo que haría, sin duda, sería quedar con la cuadrilla: el Pipas, Germán, Jose (con acento en la o) y Javito, su amigo del alma. Tendría que aguantar que le llamaran Imserso, como siempre – decían que Anselmo era nombre de anciano – pero le daba igual. Les echaba de menos y no les iba a volver a explicar una vez más que el primer varón Sánchez hijo de varón Sánchez siempre se llama Anselmo, aunque no tuviera claro si él iba a continuar la saga. Le apetecía echarse unas risas, ochocientas cañas, novecientos vinos y mil raciones de patatas bravas. En el Jubera, por supuesto. Seguro que acabarían contando las mismas historias de siempre: que si el padre Agustín con su voz de perro afónico, que si el viaje a Salou en octavo de EGB, que si aquella vez que el Pipas pronunció su mítica y lapidaria frase “Siempre quise entrar en el exclusivo club 48” en aquel antro de Soria… vamos, lo de siempre. Gloria Bendita.
Aún eran las doce de la mañana y las tres horas que le quedaban por delante se le hacían muy cuesta arriba. Pero quería irse con todo organizado. Si algo le molestaba, era dejar flecos. Mejor echar el resto ese ratito y marchar ligero de equipaje.
Antes de ponerse con el tajo, mandó un Whatsapp a Bea:
—Sister, llgre sbre las 8, ns vms?
Dejó el móvil en la mesa y se puso a calcular los indicadores que tenía que enviar. A los cinco minutos, el móvil vibró.
—Te he dicho mil veces que escribas bien ¡¡¡COÑO, QUE PARECES UN QUINCEAÑERO!!! Sí, nos vemos. Tengo un acto del Gobierno a las 21 pero luego te llamo para ver dónde andas. Seguro que vas al Jubera, pesao.
—S scribe pesado.
—Vete a CGR.
Marrón. FA Natural.
Sonrió. Aunque últimamente hablaba menos con Bea, se adoraban y siempre se habían llevado bien. Estaban unidos no solo por la sangre y la genética, sino por la música, la sinestesia y la telepatía salchichera que solo dejaba transmitir notas y colores. Aun así, sabían que eran especiales. Únicos. O por lo menos extraños: jamás habían conocido a alguien como ellos. Un breve pensamiento funesto se asomó a su mente, así que volvió al informe y se concentró. A las dos horas lo tenía todo hecho y enviado. Una hora antes de lo previsto. Puto crack, se dijo a sí mismo con la euforia de un descanso inminente. Apagó el ordenador, la impresora y el aire acondicionado. Su socio estaba en una fábrica de tableros montando un Data Logger para contar piezas y ya no volvería hasta el lunes. Le iba a cubrir durante la semana que estuviera en Logroño.
Y de pronto, el móvil empezó a vibrar y a emitir un molesto y agudo pitido. Amarillo lima, SI natural. Pitidos de los móviles de otras oficinas llegaron a su cóclea, rebosante de lima, e incluso sirenas en la calle. Sirenas que no tenía ni idea de que existieran. Miró su móvil y vio que había un mensaje de emergencia:
ALARMA NUCLEAR.
Un sudor frío acudió a su espalda sin avisar. Era el miedo puro, sin filtros ni barreras, que liberaba adrenalina. Su cerebro reptil, en forma de mago de la Tierra Media le mandaba un mensaje claro: “corre, insensato”. No sería él quien le llevara la contraria, así que echó a correr como alma que lleva el diablo. Se dirigió al ascensor y, en un fogonazo de sentido común, le pareció que las escaleras eran mejor opción, así que continuó por el pasillo flanqueado por mamparas de cristal hasta la puerta de salida. Empujó la barra y empezó a bajar las escaleras de tres en tres. En un momento dado resbaló y decidió bajar el ritmo. Morir desmochado a tres minutos del apocalipsis era digno del más ilustre de los pringaos.
Por fin llegó al parking. Buscó las llaves sin resultado. No me jodas, que me las he dejado en la oficina como en las películas. Pero no, estaba tan histérico que no miró en la americana. Por fin, abrió el coche y pulsó el botón de contacto. Híbrido enchufable, por supuesto. Antes de arrancar, pensó en sus opciones. ¿Dónde iría? Dadas las circunstancias, su plan inicial era lo que el cuerpo le pedía. Y dado que posiblemente fueran a morir todos, no tenía nada que perder. Ea, a Logroño.
Arrancó con un chirrido de las ruedas. Coño, otra vez como en las películas, y eso que nunca lo había intentado. Muy hollywoodiense todo, pardiez. Giró a la derecha y enfiló hacia la puerta del garaje. Buscó el mando para abrirla y claro, se le cayó al suelo ¿En serio? ¿Tiene que ser hoy el día que viva una puta película de Hollywood? Palpó el suelo. Nada. ¡Joder!
Ya, el mando. Sudor. Frío, caliente y mediopensionista. Voy a morir de un infarto. Putin la has liado parda. Encontró el mando y pulsó el botón. La puerta empezó a abrirse. Lenta. Muy lenta. Madre mía, no me jodas.
Por fin, después de lo que a Anselmo le pareció un partido de segunda regional (si es que esa categoría existía porque estaba entre las tres personas del agonizante planeta tierra que menos sabían de fútbol) la puerta se abrió lo suficiente como para salir a la calle. Arrancó, otra vez con un chirrido de las ruedas y avanzó recto hacia la puerta. A toda pastilla.
Y de pronto, al pasar por el arco de la puerta metálica accionada por un émbolo hidráulico, todo se fue a tomar por saco.
Mira tú por dónde, al final sí que pudo ir al chupinazo.
En estos constructivos pensamientos estaba cuando ocurrió.
Azul cobalto.
Escribí este relato hace poco, con el objetivo de presentarlo a un concurso literario: Relato48.
La idea venía rondándome la cabeza desde hace tiempo, sobre todo desde que empecé a documentarme para acorde a la ciencia. Libros como «Tu cerebro y la música», de Daniel Levitin y sobre todo, «Musicofilia» de Oliver Sacks me marcaron profundamente.
Siempre me ha fascinado (y dado mucha envidia, también hay que decirlo) la cualidad del oído absoluto, por la cual una persona sabe qué nota suena sin ninguna referencia. Así que cuando descubrí que había personas que podían VER la música (se dice que Beethoven era uno de ellos) flipé a niveles bíblicos.
Y poco a poco se fue fraguando una historia sobre personas sinestésicas. Y sobre distopías, que también me megaflipan. Y salió esto.
Cierto que parece el inicio de una historia mayor, más ambiciosa… todo se andará. Es mi primer relato: pequeño, manifiestamente mejorable.
Mientras escribo esto no sé qué pasará con el concurso. Se han presentado más de 3.000 personas y no tengo ninguna esperanza. Da igual, la experiencia ha sido preciosa. Y el hecho de que el gato, a esta hora, esté vivo y muerto al mismo tiempo mola. En un rato se abrirá la caja, y sabré el resultado. Aunque poco importa: lo de escribir ha comenzado.
Y quién sabe a dónde nos llevarán las historias.
Escribo esto casi dos meses después de haber publicado el primer capítulo de Sinestesia, y cuando no tenía ni idea de que a día de hoy, 25 de julio, ya llevo 9 capítulos escritos y 5 publicados. Lo que empezó siendo un juego ha acabo siendo algo mucho más grande y, sobre todo, mucho más interesante.
Ahora, Sinestesia es una novela por entregas. Cada lunes, a las 20:00h de la tarde (hora española) se publica un nuevo capítulo. No sé muy bien a dónde me llevará —o mejor dicho, nos llevará— pero la historia va creciendo, junto con sus personajes, sus conflictos, sus preocupaciones y sus deseos. Para mi está siendo un verdadero disfrute escribir esta historia, que bebe de todas mis referencias y busca contar una historia que te entretenga, te haga sonreír y si es posible, hable de lo que todos llevamos dentro: bondad, miseria, solidaridad, envidia, amor u odio. En definitiva, que sea una historia de lo que todos somos: personas, con nuestros blancos, nuestros negros y sobre todo, nuestros grises.
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Y gracias por leerme.